Estos días azules y este sol de la infancia.
(Último verso escrito por Antonio Machado. Fue encontrado en su gabán después de morir. Al final, siempre se vuelve al niño que fuimos).
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Cuando llega el final de la jornada,
  el veraneante se relaja en la tumbona de la terraza de su apartamento frente
  a las playas del Levante español, disponiéndose a pasar un rato agradable en
  esas horas que anteceden al sueño y que son un tesoro en las noches del estío
  mediterráneo. No tiene Internet y la televisión le aburre —como suele ser lo
  habitual—, de modo que echa mano al transistor para buscar música o algún
  programa ameno que le entretenga. Los dedos se posan sobre el dial y pronto
  surge una emisora, pero algo raro se barrunta en los oídos de nuestro héroe.
  De las ondas hertzianas llega una música extraña y repetitiva pletórica de
  sonidos que se le antojan poco armónicos acompañada de un monótono cántico en
  el que aparentemente sólo se distingue un “jamalajá jamalají” o algo similar.
  Rápidamente, cambia de emisora en busca de otra oferta más acorde a sus
  gustos hispánicos y el relax vuelve por donde solía. 
Esta historia ficticia no se da sólo
  en la actualidad, sino que también hace setecientos años ocurría un fenómeno
  parecido en aquellas ciudades donde convivían —es un decir— varias culturas.
  Parece ser que los cristianos del medievo detestaban la música árabe y
  echaban mil pestes cuando sus vecinos musulmanes se ponían a tañer la
  chirimía; asimismo es muy posible que a éstos les ocurriera lo mismo
  cuando los trovadores se ponían a cantar las gestas de los caballeros de la
  época. Ahora, los más radicales detestan el rock como símbolo de la decadente cultura occidental, pero también el fútbol, los videojuegos, etc. La verdad es que son bastante aburridos. 
Cuando los adalides de esa
  entelequia que se llama alianza de Civilizaciones diseñaron tal evento, no se
  pararon a pensar que las culturas difieren en muchos aspectos y cada una
  constituye en sí un “todo” que difícilmente admite la mezcolanza, salvo en
  algunos hechos puntuales que pudieran ser comunes. La cultura española sienta
  sus raíces fundamentalmente en la herencia romana, visigoda y cristiana y
  sólo asimiló algunos rasgos islámicos durante los setecientos años en que los
  musulmanes anduvieron por aquí. Frente a la teoría sostenida por muchos
  progresistas y algunos eruditos en el pasado, la moderna historiografía
  demuestra más bien que la huella islámica no es tanta como pretenden hacernos
  creer. 
Stanley Payne recoge en su libro España, una historia única varios asuntos
  que vienen a demostrar lo anterior. Retomando el tema de los gustos musicales
  tan dispares, algunos podrán decir que el cante flamenco es una excepción,
  pero si se tiene en cuenta que tal manifestación es de origen gitano y no
  árabe, no lo es tanto, ya que muchos expertos sostienen que los gitanos son
  originarios de la India,
  aunque recalaran en España procedentes de Egipto, según parece. 
Existe una total diferencia en otros
  ámbitos cotidianos. Véase asimismo el ejemplo de las costumbres culinarias.
  La herencia árabe ha dejado reminiscencias sobre todo en el gusto por algunas
  especias y ciertas recetas de repostería, pero la gastronomía española basada
  en los vegetales, el pescado y el aceite de oliva responde a unas
  características mediterráneas que ya existían en tiempos de los romanos.
  Igualmente, el gusto por la carne de cerdo y sus derivados (embutidos, etc.)
  es una constante en España, al igual que en el resto de Europa, aun con sus
  peculiaridades propias. 
En cuanto a la lengua, se considera
  que solo unas 4.000 palabras del actual idioma español son de origen árabe,
  aun cuando algunas sean muy comunes. La mayoría tienen sus orígenes en el
  latín, muchas en el griego y existen también numerosos germanismos de la
  etapa visigoda, por no hablar de los abundantes vocablos de origen indígena
  procedentes de la colonización de las Américas. Si nos referimos a la
  arquitectura, existen efectivamente numerosos restos de los trazados árabes
  en las ciudades españolas, pero su conservación se debe a un cierto ejercicio
  de tolerancia por los vencedores cristianos, que no siguieron una política de
  destrucción masiva sobre las tierras reconquistadas, si bien la leyenda a
  veces parece ser otra. 
Somos una nación de Occidente. Con
  algunas influencias andalusíes, obviamente, pero es fundamental que los
  árboles no nos dejen ver el bosque.  Nuestras
  costumbres y modo de vida actuales poco tienen que ver con los de los
  musulmanes y mucho con las de los países europeos de nuestro entorno, mal que
  les pese a algunos. 
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Andan celebrándose en estos días de
  Septiembre por muchos pueblos de la geografía patria las célebres fiestas de
  Moros y Cristianos que rememoran las épicas batallas acontecidas en
  medievales épocas para  
Precedentes al efecto no faltan. En
  una claudicación vergonzante, ya se retiró la escultura de Santiago Matamoros
  que había en la catedral compostelana para no ofender a los musulmanes sin
  que hasta ahora haya habido contrapartida (entre otras cosas porque el Islam
  es iconoclasta y su cultura carece de imágenes o retratos salvo algunos
  casos). Asimismo, la progresía y los regionalistas estuvieron a punto de
  cargarse las cuatro cabezas de moro que figuran en el escudo de Aragón y es
  de buen seguro que a las andadas volverían si hallan propicia la ocasión. 
Es lógico temer por el futuro de
  estas fiestas que celebran la victoria frente a la morisma, pues ya es
  costumbre en algunos de los que pierden las guerras el intentar ganarlas
  después. En muchos turbantes todavía se aboga por la recuperación de
  Al-Andalus, y muchas cabezas hispánicas siguen empeñadas por triunfar en una derrota ocurrida hace ochenta años. El buenismo, la tontería y ese incomprensible temor a ser acusado de islamofóbo (como si ellos no fueran cristianófobos) pueden hacer el resto. 
Como la vida no deja de ser irónica,
  ambos grupos que suspiran por estas pérdidas fundaron tiempo ha un mutuo contubernio que llaman Alianza de
  Civilizaciones, en el que se persigue de modo absurdo no se sabe qué
  entendimiento con una cultura incompatible con la nuestra y que todavía
  cuenta entre sus miembros con algunos que consideran una premisa inalterable
  la derrota de los “infieles”. De este forcejeo cultural e ideológico siempre
  sale vencedor el que menos cede, y es evidente quien lleva las de perder. 
Por eso, bien harán los festeros de
  toda España y en particular del Levante en no dejarse arrebatar ese
  patrimonio cultural que constituyen las Fiestas anteriormente citadas. Que no
  pierdan ripio, porque hay memos capaces de reescribir la historia y afirmar
  que los Reyes Católicos fueron unos perdedores y es mejor que los festejos se
  celebren con juegos florales y festivales de música coral, menos  excitantes y mucho más
  pulcros. 
La siguiente será desterrar el jamón
  y operarse de fimosis. Que no lo vean nuestros ojos. 
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