lunes, 23 de diciembre de 2013

Nostalgia en Navidad


Crecen los meses en el calendario y nos volvemos a colar en las fechas donde todo es alegría y esparcimiento, o eso se supone. Y es que en esta época de festividad y obsequios que nos da un respiro tras los duros meses de otoño, a muchos se nos aparece la melancolía. Es lo malo de obligar a ser feliz a plazo fijo, porque se consigue lo contrario.

Pero aunque ya no existan aquellos seres queridos que nos dieron todo ni esa infancia feliz de las eternas tardes de juegos, debemos aferrarnos a ese fragmento de espíritu navideño que aun reside en nuestros corazones. Reunámonos con nuestros familiares y amigos, y vivamos estas fiestas con nuestra familia, ésa con la que convivimos bajo el mismo techo y de la que muchas veces nos aislamos para recrearnos en nuestras pequeñas miserias.

Si algo debe tener la Navidad es ser un tiempo y un lugar de encuentro, donde no haya que gastarse un pastizal en regalos ni comer como un marrano. Lo que alimenta el espíritu no es palpable ni suntuoso.


Feliz Navidad, amigos.

sábado, 14 de septiembre de 2013

París bien vale una "VISA" (III)


Los días pasan y va finalizando el viaje. El viernes de esa semana vamos al Louvre, después del intento fallido del martes. Es imposible verlo entero dado su enorme tamaño por lo que decidimos escoger. El edificio se reparte en cuatro alas, cada una de ellas independiente, siendo la más famosa el ala Denon, donde se encuentra la colección principal de pinturas. A ella nos encaminaremos y después al ala Sully donde se halla las colecciones del antiguo Egipto y la Grecia clásica.


El ala Denon está petada de turistas. Obras del Giotto, Fra Angelico, Rafael y muchos más. La gente se agolpa en un lateral del pasillo central y deduzco que allí debe estar la Gioconda pero no, es la Virgen de las Rocas y otras obras de Leonardo. La masa sigue avanzando y nos conduce. Entremedias veo obras de Davis, Delacroix y otros maestros de la pintura francesas que, cómo no, exaltan a Bonaparte en medio de sus batallas. Por fin y tras girar a la derecha, se observa una sala de tamaño mediano donde un amasijo de cabezas, codos y pies pugnan en una batalla humana incomprensible.


Allí, tras un cristal blindado, está la Mona Lisa. Imposible acercarse dada la mala educación de muchos orientales y algunos occidentales que plantan sus peanas frente al cuadro y no dejan acercarse al resto. Comienza la pugna: codazos, puntapiés, empujones entre la masa. Logramos acercarnos pero una muralla de japoneses no se mueven. Más cabreado que una mona no lisa, decido proceder al modo español y grito con fuerza al fulano que copa la vista:

— ¡Apártese, Coño!—


Mano de santo. El chino se asusta y se va; por fin, podemos ver el pequeño retrato que tanto ha dado que hablar. Comienza otra lid: mantener la vertical y no caerse frente a los empujones de los que hay detrás. Hacemos unas fotos que salen fatal sin flash, el cristal en medio y movidas gracias a los ímpetus que vienen de retaguardia. No me extraña que la gente compre postales; son más bonitas y es más fácil.


Acordándome del Sol Naciente, nos vamos al ala Sully. Es más tranquila y podemos ver la colección de obras egipcias. Parece que estemos en el Cairo; Tumbas, sarcófagos, una momia entera, objetos cotidianos. Todo Egipto parece estar aquí, dada la magnitud de la colección. Vemos también el famoso escriba sentado que es muy chiquitito y tiene una cierta cara de cachondeo. En la zona de Grecia vemos la Victoria de Samotracia y la Venus de Milo. Vuelta a la bronca con los polinésicos para poder hacer fotos.

A la hora de comer, nos vamos. Nos sentamos en una brasserie y pedimos unos sandwichs y unas hamburguesas. Nos cobran 70 euros y me acuerdo de la madre que parió a Peneque y al dueño del establecimiento. Al poco rato, la tripa vuelve a estar vacía y el bolsillo también, así que nos vamos a ver iglesias, que no suelen cobrar. Primero Saint Germain des Prés, la abadía benedictina más antigua de Francia. Acabo de leer, por cierto, que allí está enterrado Descartes pero no vi su tumba. Después Saint Sulpice, a la que acudo en busca de una curiosidad. Según la controvertida novela El Código Da Vinci, en la iglesia se halla la “línea rosa” una de las pistas (falsa, por cierto) del Código. Esa raya sería el meridiano cero de París, anterior al de Greenwich.

No es así. En la iglesia (grandísima) hay una línea marcada en el suelo que no es ningún meridiano sino un gnomon astronómico para predecir solsticios y equinoccios. El mecanismo consiste en una vidriera uno de cuyos cristales es opaco y proyecta la sombra correspondiente. En el solsticio de verano lo marca sobre una placa de mármol en el suelo. De esa placa nace una línea metálica (no rosa, desde luego) donde la sombra se va desplazando con los días hasta llegar a una placa de cobre, situada cerca del altar. Allí se señalan los equinoccios. La línea sigue y termina en un obelisco al otro lado de la vidriera y en cuya cima hay una bola dorada; cuando la sombra se proyecta sobre la bola, es el solsticio de verano.

Total, otro engaño de la literatura que se suma al sufrido en el bolsillo durante la comida. Acabamos la jornada y se va acabando nuestro relato.


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El sábado comenzamos a preparar los bártulos para disponer el regreso. Una primera escala el domingo en Burdeos para hacer noche y al día siguiente, a Madrid. Sin embargo, quedaba un colofón. Mi señora y mi hijo mayor son amantes de las antiquités; ella de la decoración, él de cosas históricas y uniformes militares. Comoquiera que en París existe un famoso mercado que dicen de las Pulgas, para allá fuimos ese día a complacer su afición.

El mercado no es lo que esperan mis familiares y prácticamente nada compramos. Junto a objetos carísimos, otros bastante roñosos y nada que nos interese. Después de comer medianamente aceptable en un chiringuito nos encaminamos de vuelta para seguir los preparativos del viaje de retorno.

En la entrada del metro nos abordan tres tíos de raza no identificada y nos ofrecen billetes para comprárselos a ellos, cosa que me resulta chocante y que no he visto en España. Ante mi negativa, el fulano que lleva la voz cantante se me planta delante de la máquina impidiéndome acceder a la misma. Preveo bronca. El tío es un armario, pero no me amilano y empiezo a discutir con él. Creo que los empleados del metro han visto la situación desde la taquilla pero no hacen ademán alguno de intervenir. Cojonudo.

Viendo las caras de terror de mi señora y mi hijo pequeño, opto por marcharme para no terminar las vacaciones de mala manera. Salimos y caminamos unos cuatrocientos metros hasta la siguiente estación y volvemos al hotel sanos y salvos.

Pero dejemos los malos rollos y dejemos aquí la crónica. Aun con todo lo negativo, París merece una visita. Yo ya la he hecho y como la he visto, así la he contado. 


París bien vale una "VISA" (II)


Y llegó el día que colma los anhelos de todo turista guiri que se precie cuando visita París, es decir visitar la Torre Eiffel. El metro arranca de la Puerta de Montreuil y sigue un trayecto que a veces descubierto y permiten contemplar desde lo alto la ciudad, aunque el tinglado sobreelevado resulta bastante feo visto desde abajo. Por fin, nos deja en Bir Hakeim, de exótico nombre y que rememora un lugar del desierto de Libia donde la primera Brigada de la Francia Libre se enfrentó a los ataques del Afrika Korps durante largo tiempo, lo suficiente como para dar tiempo al ejército británico a rehacerse y derrotar después a Rommel en el Alamein.

Según se va llegando al destino, la calle se convierte en un mercado longitudinal donde se venden recuerdos en forma de torrecillas, torres y torreones (en función del bolsillo del comprador) de don Gustavo. Por fin, se contempla de cerca y aunque en nuestra retina es una imagen familiar, no deja de impresionar. Como impresiona también la cola para poder acceder y que llena parte de la explanada del campo de Marte, en cuyo extremo se halla situada. Afortunadamente ha llovido y eso ah debido retraer a varias excursiones por lo que en poco más de media hora, podemos tomar el ascensor de subida.

Al entrar en el mismo pueden contemplarse carteles con un mensaje desazonador: “Cuidado con los carteristas”, escrito en todos los principales idiomas (se encuentra también el cartelito de marras en todos los miradores de la Torre), lo que acrecienta aún más la desconfianza de un servidor que se agarra a su bolso de bandolera como si le fuera en ello la vida. Una señorita muy amable con el uniforme gris de los empleados de la Torre nos da la bienvenida en un francés musical y en un inglés correcto —que nunca sonará musical ni agradable— para después darle a unas palancas que arrancan el artefacto. No me gustan los ascensores y además tengo vértigo, por lo que hago de tripas corazón y me encomiendo a medio Santoral durante los dos o tres minutos que dura la subida.

La verdad es que la vista es impresionante y estos franceses hicieron bien en no desmontar la Torre cuando acabó la Exposición Universal de 1889. Además, anda que nos le ha dado pasta y propaganda. Después de media hora o así haciendo fotos y contemplando las tiendas que hay en su interior (carísimas) emprendimos el descenso para recalar enfrente, al otro lado del Sena, en los jardines y plaza del Trocadero donde se puede fotografiar uno con la Torre detrás sin problemas de encuadre.

Vuelta a cruzar y pasar por la Torre para dirigirnos al campo de Marte. Es un jardín gigantesco situado entre la Torre y la Academia Militar, escenario de una célebre matanza de radicales durante la Revolución y donde Madame Guillotine también tuvo una sede. A estas alturas empieza a notarse el cansancio, pero hay que llegar a los Inválidos.

El antiguo Hôpital de les Invalides fue creado por Luis XIV como residencia de soldados heridos y lisiados.  Actualmente se encuentran allí el Museo del Ejército y es la sede de la tumba del Emperador. Es una visita imprescindible para cualquier amante de la Historia y no hay palabras para describirlo, máxime si se compara con su homólogo español actual situado en Toledo, que desmerece en opinión de muchos el antiguo que había en Madrid y que era magnífico. El complejo incluye también la Basílica de San Luis de los Invalidos y otros edificios.

El Museo está dividido en varios pabellones ordenados por orden cronológico siendo los más interesantes el dedicado a las guerras mundiales y el que incluye la época napoleónica. Como curiosidad, en este último, además del uniforme y el famoso gorro de Bonaparte se puede contemplar hasta el caballo del Emperador…convenientemente disecado.




Los restos de Napoleón están en una cripta aparte, organizada toda alrededor de la gigantesca urna que alberga sus restos. No pude sacar fotos del mausoleo pues no salen ni con un flash corriente, dado el tamaño del lugar. En capillas circulares están enterrados otros miembros de la familia Bonaparte (entre ellos, José I que dicen que reinó en España) y varios mariscales de Francia. Todo el lugar habla de admiración y honor hacia el personaje, porque allí la Historia se rememora de otro modo y para los franceses es un símbolo de su grandeza, aunque los que somos de otros países, antaño enemigos, no opinemos lo mismo. El patriotismo vincula al individuo con su Nación de modo absoluto y sin complejos, y eso lo tienen totalmente asimilado nuestros vecinos del Norte. Aquí, en cambio, es cosa de fachas y solo se admite en esa forma, muy políticamente correcta ella, que se denomina “patriotismo constitucional” como si un texto escrito fuera la génesis de la Patria o de nuestros ancestros. Penoso.

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Montmatre está al norte de la ciudad, en una colina. Lugar eterno de la bohemia, la Basílica del Sacre Coeur es su centro de referencia y lugar de visita principal, aparte de las múltiples calles y callejuelas en la que pintores, músicos y otros artistas muestran sus obras. Pero no todo iba a ser parabienes y alabanzas, que por el barrio pululan también trileros, carteristas y otras especies nada recomendables. Posiblemente uno de los sitios de París donde los amigos de los ajeno hacen su agosto a costa de los inocentes guiris que vienen a ver impresionismo y pueden salir impresionados. Aun así, no deja de ser un sitio evocador y con encanto.


Después de un rato por allí y visitar la Basílica, tocaba día de compras, fashion y glamour, si el bolsillo lo permitía (luego veremos que no), de tal modo que encaminamos nuestros pasos hacia el sur no sin antes hacer un sesgo para fotografiar el Moulin Rouge, en Pigalle. Numerosos guiris contemplan la fachada del cabaret legendario que construyera el español Josep Oller, allá por los finales del XIX y en cuya sala aquel gigante de enana estatura llamado Toulose-Lautrec inmortalizara a la famosa bailarina La Gouloue, reina del cancán. Alrededor del local numerosas sex-shop, aunque todas bastante discretas en su escaparate lo cual agradeció este servidor pues iba acompañado de sus infantes y no es cuestión de explicar, sobre todo al pequeño, porque en esas tiendas vendían esa ropa y adminículos tan extraños y exóticos.


Ya en el centro de París, el almuerzo se ventila en un burger para evitar trastornos económicos, asaz frecuentes en esta Ville para aquellos que la visitan teniendo en cuanta además que la próxima parada —establecida por mi señora— era en el Bulevar Haussman, donde se asientan las Galerías Lafayette, según dicen el mayor centro comercial  de Occidente y uno de los más exclusivos.

Nada más entrar, se contempla una enorme cola de polinésicos de ojos rasgados cuyo origen ubica un servidor en Catay o en Cipango, si bien me es difícil distinguirlos. Presumo que son japoneses porque tiene la cara más ancha y llevan enormes máquinas de fotos a modo de escapulario. Todos esperan, no a pagar, que es lo que parece en principio, sino a que les devuelvan el IVA. No son cucos ni ná.

Pero al entrar en el gran recinto central y contemplar la cúpula, digna de un palacio se entiende porqué éste es uno de los centros del glamour y las “robes modes”. Sin embargo, los palos del sombrajo comienzan a caer cuando se contemplan las etiquetas de los precios; prendas de vestir que en las tiendas españolas de más calidad (excluidas las de diseñadores famosos y/o de alta costura) costarían como mucho unos 100 euros aquí valen casi 300. Afortunadamente y después de patear como unos desaforados buscando algo asequible conseguimos comprar una camiseta a mi hijo por 10 euros. Debía ser la única de ese precio.

Así pues, destrozados física y anímicamente, tomamos el Metro para encaminarnos a nuestro hotel y esperar la siguiente visita al Louvre. Allí también hay japoneses pero sólo se paga una vez al entrar.


París bien vale una "VISA" (I)

Cuando se accede por automóvil a la Ville Lumiére, la luz se ve sobre todo en los intermitentes de los coches. Monstruosos atascos jalonan el periplo que tiene su punto culminante en el Periphérique, una especie de M-30 pero en versión gabacha y, aunque parezca increíble, peor. Madrid, como decía Quevedo, es un poblacho manchego al lado de esta urbe que la dobla en extensión, población e incomodidad a la hora de desplazarse.

Por fin, y gracias al GPS, se sale de aqueste pandemónium y se accede a una rotonda donde se empieza a intuir la ciudad, pero la visión inicial es que uno se ha equivocado de destino y de continente. Una cohorte de razas exóticas pueblan calles, bulevares y brasseries, y a primera vista no se ven franceses. Negritudes de Mali, Togo o la Costa de Marfil; arabescos de Argelia, Túnez y Marruecos; hindúes…todo menos lo que uno pensaba que eran los franceses “comme il faut”.

El hotel no está mal. Es sencillito pero cómodo, y dados los precios que se estilan por allá (de ahí el título de este cronicón), una ganga. Además, está dentro del área urbana de París y no por fuera de las múltiples entradas (Puertas de Clignancourt, Las Lilas, Versalles, Montreuil, Orleáns…) que la separan de los inmensos extrarradios en los que viven millones de personas que se desplazan hasta más de 30 kilómetros todos los días para la faena. Los desayunos los sirve una mujer de color (negro) con cara de pocos amigos y que arrastra los pies con desgana enfundada en un uniforme con mandil. Nada la perturba, ni siquiera el cortocircuito y el apagón consiguiente en medio hotel que produjo mi señora en el hotel cuando se le atrancó una tostada en el tostador y tuvo la ocurrencia de sacarla con un cuchillo. El desayuno está bien (croissants, baguettes pequeñas, tostadas), pero no hay huevos con jamón; sólo huevos duros y unos botecitos de paté de las Ardenas que los clientes se llevan para hacerse bocatas a mitad de la jornada.



Las habitaciones, aceptables. Hasta tienen ventilador para compensar el calor que hace este año y al que no suelen estar acostumbrados; los baños están limpios pero son de cuando Napoleón era cabo primero. Una vez tomada posesión del alojamiento  e introducido el coche en un lóbrego aparcamiento de donde no debía salir hasta la vuelta al hogar (Aparcar es casi una utopía), nos dispusimos a recorrer la antigua Lutecia. 

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Tras la llegada, comienza a la mañana siguiente el primer día de visitas. Agenciamos un plano del metro y otro de París y nuestros pasos se encaminan a la estación más cercana, a pocos metros del hotel. Al ver el plano, observo que la distancia de cada cuadradito (poco más de dos centímetros) equivale a un kilómetro. No me lo puedo creer, ese plano debe estar mal porque en un cuadadrillo apenas caben dos calles y sus travesías. Más tarde se pudo comprobar desgraciadamente que no era así y la escala era correcta. Las rozaduras y el dolor de pies posterior lo confirman.

El metro de París es bastante más viejo y oscuro que el de Madrid, salvo alguna línea aislada pero sorprendentemente es más barato (el billete suelto, los tickets de 10 viajes valen 1 € más) y viene cada dos minutos, incluso en horas que no son punta. Muchos se cuelan saltando los torniquetes, pero el personal no dice nada, o eso me pareció. Bajamos en la estación de Cité para ver Notre Dame.

La catedral es magnífica aunque más pequeña de lo que aparenta en las fotos. La estructura gótica y el ornamento es más rico que en las austeras catedrales españolas. Las vidrieras, majestuosas; las gárgolas, impresionantes. Para subir a la torre hay que pagar y esperarse dos horas de cola, ante lo cual desistimos pues ya subiremos a otras alturas que nos permitirán contemplar la ciudad. Multitudes inmensas de turistas de todas las nacionalidades (incluidos españoles) entre las que destacan las de chinos y/o japoneses encabezadas por el baranda de turno con el paraguas de colorines a modo de bastón de mando. Difícil hacer fotos decentes; cuando uno lo intenta aparece en mitad de la imagen el careto de un polinésico o recibes dos codazos y tres empujones. Señor, cuánta gente hay en el mundo.

La Île de la Cité donde se halla Notre Dame es una isla en medio del Sena unida por puentes al resto de la ciudad; dicen que allí se establecieron los primeros galos que fundaron Lutecia, la ciudad que dio origen a París. En ella se encuentra también la Conciergerie o Palais de la Cité, que es una maravilla arquitectónica. Antiguo palacio de los Capetos, fue luego prisión durante la época revolucionaria. En la isla está también la Capilla Santa, de estilo gótico y edificada por San Luis.

Después encaminamos nuestros pasos al museo del Louvre; los pies se empiezan a resentir. El museo es inmenso (el doble que el Prado, al menos) y después de varias vueltas por el exterior o, lo que es lo mismo, más de un kilómetro para encontrar la entrada, por fin se descubre que se halla justo en la famosa pirámide edificada por Miterrand y que muchos parisinos detestan (“una cicatriz en el rostro de París”, como se puede leer en un pasaje de el Código Da Vinci). Curiosamente está construida con seiscientas sesenta y seis piezas de vidrio, el número de la Bestia. Muchos turistas pero no hay colas, raro. Y tan raro, como que era martes y ese día cierran.

Echando mil pestes por los pies desgastados inútilmente, los viajeros se encaminan al centro urbano muy próximo. Quédese para mañana.

El centro de París no se puede describir con palabras hasta que no se ve. Allí está todo el encanto que se puede leer en las novelas y ver en las películas que retratan la Ciudad Luz. Bulevares señoriales, calles elegantes, pasajes evocadores y el lujo de la grandeur en todos los rincones; calles de la Paz y Rivoli, Bulevar de los Capuchinos, Faubourg Saint Honoré, plazas de la Ópera y de la Madeleine (con su inmensa iglesia que parece un templo griego); pero si hay un punto chic y donde el glamour alcanza su punto culminante, ése es la Place Vendôme.

En la plaza hay una columna enorme a imitación de la de Trajano en Roma, pero ésta se halla rematada por una estatua de Napoleón vestido como Julio César. Allí la memoria histórica no es negativa y el Emperador sigue siendo un gran hombre y un héroe para los franceses; en toda la ciudad el recuerdo napoleónico es una constante, desde los monumentos hasta los símbolos en los edificios con una gran N rodeada de una corona de laurel.  Alrededor de la plaza, las mejores tiendas de moda y complementos del mundo: Dior, Louis Vuitton, Rolex…nombres legendarios para objetos inalcanzables y normalmente prescindibles. Mi señora aprovechó para hacerse unos retratos delante de aquellos templos del lujo; qué menos para una familia de otro Emperador.

Después a la plaza de la Concordia, la más grande de París y una de las más grandes del mundo; aquello más que plaza es un continente. En el centro de la misma se encuentra uno de los obeliscos de Luxor (el otro continúa en el templo egipcio). En su día se llamó plaza de la Revolución y en ella se cortaban cabezas afanosamente mientras las tricoteuses hacían calceta; allí cayeron Luis XVI y María Antonieta, entre otras más de 1100 personas. Lo del nombre de Concordia parece una ironía o quizás una reparación a aquella masacre, pues después del Terror pasó a ser de la Concordia.

A estas alturas de la jornada, ya no se sienten las piernas (como le pasaba a Rambo) pero desde la plaza sale la Avenida de los Campos Elíseos y al fondo se ve el arco del Triunfo. Total son dos kilómetros más de nada. La Avenida tiene un primer tramo de anchura gigantesca; por allí desfilaron los ejércitos alemanes y después los aliados y ahora se celebran los desfiles militares del 14 de julio. Después la calle se estrecha y empiezan a aparecer tiendas de lujo, cines y restaurantes. Estamos llegando a la Place de l´Etoile, también gigantesca, y en cuyo centro se encuentra el arco del Triunfo que conmemora las victorias del Emperador Bonaparte (Por cierto, existe otro arco del Triunfo (el del Carrusel), menos conocido y construido también a instancias del Gran Corso a imitación del Arco de Constantino, en Roma. Se encuentra entre los jardines de las Tullerías y el Louvre).

Sobre el Arco, inscripciones con las batallas ganadas en toda Europa. Observo lugares conocidos: Talavera, Zaragoza (Saragosse), Ocana (sic), Somosierra, Astorga…pero no Bailén, lo cual zanja la discusión que aquí se mantuvo sobre el tema. Tras el pago correspondiente, una angosta escalera de caracol sube los 50 metros hasta la cúspide donde se observan unas vistas magníficas de París. Bajo el arco, la Tumba del Soldado Dessconocido, caído por la Patria durante la Primera Guerra Mundial. A este respecto, cabe señalar que son frecuentes en las ciudades y pueblos de Francia las alusiones y conmemoraciones a los muertos en la Gran Guerra de 1914-1918; no tantas, sin emnargo, para la Segunda pero ese asunto es bien distinto.

Aun así, el patriotismo francés es sólido y mucho más evidente que el español. A las  seis y media de la tarde, bajo el Arco y todos los días se enciende la llama en una sencilla ceremonia que este viajero tuvo oportunidad de contemplar y que produjo sana envidia en el mismo, máxime cuando recordamos que al otro lado de los Pirineos la Nación es un “conceto” discutido y discutible.


miércoles, 29 de mayo de 2013

Don Nicanor y los nicanores




En los primeros escarceos del amor uno recurre a las tácticas más variopintas, pues con tal de conseguir el corazón de la amada se hace casi cualquier cosa, salvo aquellas que hicieran dudar de la hombría —como disfrazarse de drag-queen o similares— pero, sí, hay que pergeñar lo que sea con tal de llamar la atención y caer bien a la dama que roba nuestros sueños. Un servidor no iba a ser menos y cierto día se le ocurrió la estrategia de comprar una caja de nicanores de Boñar, pastelillos de hojaldre originarios de León y muy deliciosos que reconcilian aquella noble tierra con todos los que la asocian a cierto individuo que no debe ser nombrado.

Sin embargo, mi futurible trabajaba en un lugar donde había mucha gente y había que disimular la preferencia y, a la vez, hacerse notar. De aqueste modo, anuncié a grandes voces y aspavientos a todos los del lugar que había traído unos dulces y que iría al coche a por ellos. Raudo los traje e hice una entrada triunfal en la sala de Rayos dirigiéndome hacia ella y dándoselos directamente con cara de cordero degollao y ojos de pez teleósteo:

— ¡Toma, Pepa!

A Pepa se le iluminó la cara y a los demás también, si bien a estos últimos en un tono verdoso que no disimulaba la pelusilla: “Anda, que no se te nota”, “No, si ya sabíamos que en realidad eran para ella”, etc, etc, etc. Aunque bien que se los zamparon.

Por eso, este provecto escribano tiene una querencia nostálgica y cuasi romántica por los nicanores de Boñar, con la fortuna añadida de que hoy día se venden en múltiples comercios y puede traerlos a casa muy a menudo, con la diferencia de que ahora quienes se los comen son sus hijos en vez de los compañeros de mi señora, y a la pareja de antiguos tórtolos les dejan apenas dos o tres, como entonces. La vida evoluciona pero las situaciones apenas se inmutan; sólo cambian los actores. Aun así, los recuerdos permanecen y es bueno aferrarse a ellos, si bien con moderación.

Y otro recuerdo que podríamos llamar “sinónimo” en este caso es el de Don Nicanor Tocando el Tambor, aquel juguetillo artesano que usaran los infantes madrileños y de otros lugares en décadas pasadas que en muchas cosas fueron mejores. Consistía o consiste en un muñeco vestido de payaso que tiene un pito por atrás —no me sean malpensados— y un hilo en su parte inferior conectado a los brazos. Al soplar el pito suena a trompetilla pachanguera y, a la vez, si se tira del hilo el payaso aporrea el tambor que tiene delante. 

Lógicamente, con este arsenal instrumentístico es difícil interpretar una pieza sinfónica o una obertura de Rossini, pero los viejos vendedores del artilugio lograban arrancarle numerosas melodías con gran destreza: “Las vacas del pueblo ya se han escapao”, “Mi jaca” y otras ad infinitum a modo de dulzaina barata. Nunca compré uno porque, al parecer, se requería mucha maestría para lograr componer un sonido armonioso con aquel cacharro, pero me gustaba ver aquellos abueletes con boina en el Rastro o en la Plaza Mayor exhibiendo su rústico arte a la par que se ganaban unas pesetas. Desgraciadamente, la vida moderna ha acabado prácticamente con ellos y ya hace tiempo que no veo ninguno.

Don Nicanor es ya un mito legendario en la tradición española, pero el canto del cisne parece haber enmudecido al payasete trompetero que no encuentra imitadores salvo en las verborreas de los políticos de turno, bastante más discordantes que aquel, así como en la hierática pose de Tancredo que presentan algunos. O no.
De todas formas, aunque Don Nicanor desaparezca, de momento los nicanores prevalecen y el gusto dulce por la vida también, y a ello debemos aferrarnos para seguir sintiendo que estamos vivos. 

Siempre nos quedará Boñar.


miércoles, 22 de mayo de 2013

El día de Santa Rita


Veintidós de mayo, festividad de Santa Rita, abogada de lo imposible. El día de hoy es para este cronista iconoclasta un tanto especial, ya que el colegio al que iba de pequeño se llama precisamente Santa Rita y celebra su fiesta grande el 22 de mayo. La conmemoración era solemne con misa, fiesta, campeonatos deportivos, entrega de premios a los alumnos más destacados (a mí no me dieron ninguno) y demás.

He encontrado precisamente una foto de mi clase de 2º de Bachiller (no LOGSE) que nos hacían por estas fechas y en la cual se puede contemplar en la fila de abajo el cuarto por la derecha, con pantalones cortos, orejas descomunales de soplillo (ya no las tengo así, afortunadamente) y cara de niño bueno (tampoco lo soy). Puede asimismo observarse la estética fashion años 70 style de mis condiscípulos; algunos con corbatita, otros con cara de pasmados y todos, en general con ese aire de inocencia del que carecen la mayor parte de las generaciones de hoy día, enfrascados en batallas galácticas con la Play Station y enganchados al teléfono móvil; hoy son más listos —no el sentido académico— y más maliciosos que los de nuestra época.

Photobucket
Y siendo hoy Santa Rita, pues qué le voy a pedir: un imposible, por lo menos tal y como está hoy la situación. Que se jubile ZP no, porque eso no se le pide a un santo; simplemente que este mapa que se expone a continuación siga así como está y como lo he puesto: de una pieza y sin autonomías, si es posible. Abrazos para todos y besos para todas.
autonomiasno.gif picture by ttesk

martes, 30 de abril de 2013

Paciencia


Nos pides paciencia, Mariano. Paciencia, la ciencia de la paz en su versión aceptable pero también el desespero más absoluto si se prolonga en demasía, que ninguno somos el santo Job. Hace ya mucho tiempo que llevamos ejerciendo esta santa virtud pero, al igual que en las Matemáticas, en la vida también existen límites. Y los españoles están llegando al final de la paciencia y también, desgraciadamente, al final de todo porque la paciencia nos está matando.

Seis millones de parados, de ellos un millón doscientos mil desde que llegaste…y nos pides paciencia.

Los separatistas cada vez más disparados en sus pretensiones de secesión pero tú te reúnes con ellos en secreto…y nos pides paciencia.

Los etarras o sus adláteres, que me da lo mismo, en las Instituciones…y nos pides paciencia.

Nos pediste sacrificios que aceptamos hasta lo indecible pero no se eliminan televisiones autonómicas, ni el Senado, ni las Autonomías, ni las Diputaciones, ni los miles de asesores o asimilados que existen, ni se fusionan Ayuntamientos…y nos pides paciencia.

Luego querrás que te votemos…y como no lo haremos, nos dirán que somos unos radicales o que no ejercemos el voto útil.

Quosque tamdem, Mariano, abutere patientia nostra?

martes, 19 de marzo de 2013

Los Arribes del Duero



A un lado, España; al otro, Portugal. Dos tierras que nunca debieron separarse, pero así es el destino. Al río le toca hacer el ingrato papel de guarda fronterizo pero para compensar los avatares de la Historia nos regala aquí la vista con uno de los más bellos parajes de la Península: los Arribes del Duero.

La palabra viene de ribas o riberas pero el habla de gallegos y leoneses que repoblaron esta zona tras la Reconquista la transformó en “arribes”. Incluso en el género hay discrepancias, pues en la parte zamorana se dice “los arribes” mientras que en la salmantina prefieren “las arribes” y en la portuguesa, “las arribas”. Incluso el aspecto de la vegetación difiere como si quisiera marcar las diferencias y la triste separación de los pueblos ibéricos. El lado portugués recibe más horas de sol y en él pueden verse parajes con limoneros, prados y cultivos en terrazas, mientras que el español es más agreste y con abundante arbolado jalonado de rocas en cuyas cimas anidan los buitres leonados, las águilas reales y los alimoches. 

Poco tienen estas riberas en común con las habituales planicies que se encuentran a la vera de los ríos. Los arribes son enormes paredes de roca prácticamente inaccesibles entre las que serpentea un Duero con sesenta metros de profundidad —que se convierten en más de ciento treinta al llegar a la presa de Aldeadávila—, creando una muralla infranqueable entre ambas orillas por la que sólo se aventuraban a transitar los cabreros, que llegaban incluso a colgarse con sogas para rescatar aquellas pécoras que quedaban atrapadas en los riscos. En este paisaje inhóspito las únicas edificaciones eran los chozos donde residían durante semanas o meses mientras cuidaban su ganado, no viendo durante este tiempo a otros seres humanos ni por asomo; la necesidad, que es mala acompañante, obligaba a este tipo de vida. 

Cuenta la historia que un tal Felipe en el arrebato de la desesperación intentó derribar una de esas moles pétreas para así hacer un puente y poderse encontrar con su amada Casilda, que era portuguesa. No lo logró, obviamente, pero a base de cincel dejó la roca perforada en varios puntos y así puede verse hoy el paraje denominado Picón de Felipe como muestra de aquella pasión que chocaba con la Naturaleza y la Política.

Cerca del Duero, otros ríos que generosamente esparcen sus aguas regalan la vista con saltos y cascadas a veces espectaculares, como el Pozo de los Humos en el cauce del río Uces, llamado así por la nube de vapor que se forma tras cincuenta metros de caída vertical. 

El río sigue, atraviesa la presa de Saucelle y en su confluencia con el Águeda (que también hace de frontera unos kilómetros) se adentra en Portugal. En Barca d´Alva hay un puerto fluvial donde llegan los barcos que lo surcan desde Oporto y donde descienden los afortunados pasajeros —dicen que cuesta mil euros tres días de viaje— para darse una vuelta por Salamanca y sus alrededores. Aquí termina el papel de un río que separa dos pueblos hermanos que no se entendieron antaño, aunque siempre queda la esperanza de que algún día el Duero ya no sea un vigilante.



San José o la injusticia de las fiestas móviles




Hoy, 19 de Marzo, un servidor debería estar contento por la festividad que se celebra. Es San José, onomástica de los Pepes y Pepas, cuyo nombre ostentan una gran mayoría de españoles, y día del Padre según la tradición europea y la de El Corte Inglés (en EEUU y parte del continente americano se celebra el tercer domingo de junio). Además y para remate, un día de San José este humilde servidor contrajo esponsales con la que hoy es su santa esposa, lo cual es motivo de gran fiesta y ornato en esta casa. Téngase en cuenta también que el santo de mi mujer y hasta casi el mío porque mi segundo nombre (aunque no suelo usarlo) es Pepe.

Pero ya ha tenido que venir el nefasto estado de las autonomías y las disposiciones del Gobierno y me ha fastidiado la fiesta, pues este gran día sólo es festivo en algunas comunidades pero no en la que vivo. Antiguamente era fiesta nacional, aunque ese es un término hoy denigrado por el populacho políticamente correcto, para el cual todo que sea nacional equivale a antigualla, facha, etc. y sólo casi pervive el día del Pilar —ni siquiera Santiago, patrón de España, es festivo en todas las regiones lo cual es una barbaridad— y el día de la Constitución. Para colmo, en tierras nacionalistas se humilla también el sentimiento nacional, castigando estas fechas y declarándolas laborables algunas veces.
 
Y digo yo ¿No podía volverse al sistema anterior en la que había un número de fiestas nacionales fijas? Porque ahora esto parece  la feria de Linares; en unos sitios se trabaja en otros no, e incluso una misma fecha en una región unos años es fiesta y otros laborable. Esto último es particularmente ostensible con el día de San José, que le traen al pobre de acá para allá según convenga. Por lo menos las madres tienen el festivo asegurado, ya que su día es el primer domingo de mayo, así que los padres tendremos que recurrir a la celebración americana de junio antes citada.
 
En fín, que no hay derecho y reivindico para este gran Santo, modelo de padre y de trabajador, el lugar que se merece. ¡San José siempre festivo, YA!

domingo, 3 de marzo de 2013

Mira, López


En aquellos tiempos lejanos de la niñez daba largos paseos con mi abuelo por las calles de Madrid. Mientras dábamos aquellas grandes caminatas que llegaban hasta la puesta de sol me contaba cosas de la ciudad, de su vida y de la vida: “Mira, aquí hay una tienda de sombreros, que antes fue una cacharrería ¡Leche, pero si ahora es un banco!”; “Hay que creer en Dios, pero no en los curas”; “El día que se muera uno que yo sé, me voy a fumar un puro” y otras mil frases que recuerdo a veces ya con dificultad y que entonces apenas acertaba a comprender en muchos casos. Sí puedo decir que cuando se murió el interesado, no se fumó el puro sino que derramó incluso unas lágrimas y musitó “Pobre hombre”.

Pero si hay unas palabras que no se me han olvidado son aquellas que mi abuelo pronunciaba cuando se encontraba a un amigo o conocido: “Mira, López (o quien fuera) te presento al futuro presidente de la República Española”. Aquello me gustaba porque eso de ser presidente ya suponía yo que no debía estar mal pero…la República ¿Qué era eso? Sólo me sonaba a cosas de romanos que había estudiado en el colegio, porque entonces se estudiaba la historia de Roma, asunto éste en el que ahora tengo mis dudas. La confusión sobre tal término se acrecentó con el tiempo, porque en clase un día nos dijeron que España era una Monarquía a lo que un compañero respondió hábilmente “¿Cómo vamos a ser una Monarquía si aquí no hay rey?”. El profesor o cura se deshizo en divagaciones mil y así quedó la controversia.

Por ese tiempo me enteré de que mi abuelo había estado en la cárcel por ser republicano o “rojo”, cosa que sonaba fatal por entonces, puesto que los términos se confundían. Comoquiera que mi abuelo no tenía nada de lo segundo (entre otras cosas porque era un hombre muy recto y formal, amén de echar pestes de los comunistas a cuentas de la Guerra Civil) deduje que sólo era republicano y más bien de derechas, como así efectivamente resultó. Yo le admiraba y me empezó a sonar bien aquello de la República, porque lo de los reyes además me sonaba un tanto vetusto y eso de una Corte llena de marqueses, condes y señoras enjoyadas alrededor de un tío con una corona (ahora se dice corina, creo) en la cabeza me tiraba para atrás.

Se murió Franco y llegó el Rey a esa Monarquía que decían que éramos. Y ahí sigue, que es el único cargo público designado por el Dictador que todavía anda en activo. Unos hablan bien, otros no tanto, pero lo que sí sabemos es que su persona es inviolable y no está sujeta a control, más o menos como en los tiempos históricos. Dicen que no manda sino que arbitra, pero elogió a Zapatero y no sacó tarjeta roja a los separatistas; incluso firmó el nefasto Estatuto catalán que es una bomba de relojería para la Constitución y la unidad de España; dicen mil rumores sobre su vida privada y, aunque a nadie deben importar las intimidades de otro, se oyen cosas que, de ser ciertas, no son un buen ejemplo para los ciudadanos.

Pero lo que menos me gusta de la Monarquía es su carácter dinástico hereditario y vitalicio. Sin entrar a juzgar al futuro heredero, no es de recibo en una sociedad moderna que la Jefatura del Estado se transmita por el escaso modo democrático de la línea sucesoria, dejándolo todo al azar de las posibles virtudes de aquel que continúe la saga. Ejemplos sobrados a lo largo de la historia lo han demostrado: Carlos II el Hechizado, Fernando VII o Isabel II valdrían.

Un servidor no será presidente de la República como quería su abuelo, porque el reloj inexorable de los años y de las coyunturas hace que sea ya una utopía, pero sí le gustaría que la opción fuera posible para todos y, por supuesto, para sus descendientes. Así, cuando fuera con su hijo por la calle y encontrara a un amigo podría reproducirse, esta vez con visos de posibilidad, aquella vieja conversación de hace más de cuarenta años en una calle de Madrid:

“Mira, López, te presento al futuro presidente de la República Española”.