martes, 12 de abril de 2016

Adiós, agua de Carabaña.



Comienza abril en la Comarca de las Vegas, ese rincón que renace entre corrientes de Tajo, Jarama y Tajuña. A sus veras florecen villas que guardan en nombres sonoros y entrañables esencias de Castilla, que aquí es Nueva y también parte de la Alcarria madrileña: Fuentidueña, Estremera, Carabaña.

El universo de la capital se queda atrás al enfilar la carretera de Valencia y bajar la larga cuesta montañosa donde a un lado se cuelga Perales de Tajuña. Abajo se toma la desviación que lleva a Tielmes. Cerca queda Fuentidueña, con su castillo arruinado sobre el Tajo a remedo de aquel de Soria que cantaba Don Antonio y, poco más allá, las tierras de Cuenca.

En Tielmes cambiaron el arado de antaño para fabricar ahora dientes de resina, cambios de vida que traen los tiempos y las necesidades sanitarias. Se pasa por el pueblo entre saltos de badenes y seguimos camino hacia el destino de este breve periplo que empezó como ilusión y termina en nostalgia.

Nuestros ancestros ya sabían las virtudes del manantial salino que brota en el cerro de Cabeza Gorda, en las alturas de Carabaña; de allí sale agua depurativa, antiséptica y purgante. De esta última propiedad puede dar fe un servidor que en tiempos mozos y universitarios que invitaban a la experimentación, echóse un buen trago del líquido referido. Como consecuencia del mismo, tuvo que salir como un cohete hacia las cavernas del rey Excretas —que no era griego, pero lo parece—  para terminar en vergonzante e intestinal mascletá. La cualidad que rezaba en la botella (“suave laxante”, según la etiqueta) quedaba así demostrada para mayor gloria del conocimiento empírico.
No se había comprado el agua prodigiosa para evacuantes menesteres sino por aquellos pequeños volcanes que erupcionaban en nuestro cutis juvenil. La revolución de hormonas propia de esa edad, donde idealismo e ignorancia conviven como pareja de hecho, se apaciguaba maravillosamente con esta pócima que en todas las farmacias se vendía.

Antes del llegar al pueblo, a la izquierda de la carretera, se ve un cartel que promete “Aguas de Carabaña”. Es la planta embotelladora. Al pasar junto a ella, se observa a la derecha un pórtico enorme donde se encuentra o se encontraba el balneario. Decidimos volver después pues nos hemos pasado y los cambios de sentidos son asaz problemáticos en España; nunca encuentra uno donde dar la vuelta.

Tras una breve visita al pueblo, continuamos a Nuevo Baztán, ya en la comarca del Henares. Allí comemos carne a la brasa y migas en la plaza, junto al enorme conjunto monumental que forman el Palacio de Goyeneche y la Iglesia de san Francisco Javier. El poblado original fue fundado por Juan de Goyeneche, navarro y originario del Valle del Baztán, que encargó la construcción de casas, palacio e iglesia a Juan de Churriguera.

A la vuelta, y tras el tedioso y ya citado cambio de sentido, se llega al balneario. El pórtico es inmenso y está adornado en la cima con una Victoria de Samotracia que irónicamente nada bueno presagia en ese momento, porque además está cerrado, y eso extraña. Aparcamos en el exterior y la visita se hace a pie.

El balneario está a quince minutos andando y desistimos de la pedestre excursión, nada apecetible en la coyuntura postprandial. Vemos los edificios de la entrada que fueron la Central Eléctrica de Chávarri, reconvertidos en hotel o sala de eventos. Todo está muy cuidado pero abandonado de gentes, como un pueblo fantasma del que hubieran huido sus habitantes dejándolo intacto, en una visión casi paranormal y extraña que inquieta. La explicación es más mundana: la empresa que llevaba el balneario, el hotel de la entrada y la planta embotelladora cerró; sigue a la venta, pero sin comprador de momento.


El gozo en el pozo de Carabaña, que no está seco sino dormido. Adiós al maravilloso jabón de sales que secaba espinillas y barrillos. Adiós al líquido salobre y taumatúrgico que purgaba cutis e intestinos, y traía a estas tierras visitantes de Inglaterra, Francia y otros países. Toda una época que se desvanece, como tantas cosas que fueron y ya no lo son pero que nos dejaron su recuerdo. Ojalá el Ave Fénix renazca aquí también, pero en vez de cenizas traiga agua.

Cerdos con spray


A este bohemio de la posmodernidad que presume todavía de serlo, nunca le gustaron los grafitis salvo excepciones: las que no ensucian las paredes sino que las iluminan con arte callejero del de verdad, las que utilizan paredes creadas para el efecto, las que, por fin, no perjudican al sufrido ciudadano cuya puerta o establecimiento queda marcada por un presunto artista, que no suele ser sino un guarro sin educación.

Estos últimos, a falta de mayor talento, se suelen quedar en un simple tag (firma), que marca el territorio del pintamonas y que no añaden nada más, si acaso algún garabato frenético antes de salir de naja, no le pillen y le calcen la multa que se merece. Nada de expresión artística existe en demostrar que el Yones, el Hachimura o Dicker pasaron por allí, lo cual me importa una mierda, no así el perjuicio hecho y el dinero —público y privado— que cuesta quitar sus “hazañas”, pues además suelen ser reincidentes y vuelven a pintar sobre lo limpiado.

Por eso, y viendo la obra del miserable que se describe gráficamente en la imagen, dan ganas de hacerle quitar sus pintarrajos con la lengua. No sólo estropea la puerta sino que encima se guasea del pobre dueño de la misma, que ya limpió otras mamarrachadas anteriores. A veces se echa en falta un Tío de la Vara, que midiera bien las costillas a estos malnacidos con la estaca de fresno.

Y luego a limpiarla, mamón.