sábado, 14 de septiembre de 2013

París bien vale una "VISA" (III)


Los días pasan y va finalizando el viaje. El viernes de esa semana vamos al Louvre, después del intento fallido del martes. Es imposible verlo entero dado su enorme tamaño por lo que decidimos escoger. El edificio se reparte en cuatro alas, cada una de ellas independiente, siendo la más famosa el ala Denon, donde se encuentra la colección principal de pinturas. A ella nos encaminaremos y después al ala Sully donde se halla las colecciones del antiguo Egipto y la Grecia clásica.


El ala Denon está petada de turistas. Obras del Giotto, Fra Angelico, Rafael y muchos más. La gente se agolpa en un lateral del pasillo central y deduzco que allí debe estar la Gioconda pero no, es la Virgen de las Rocas y otras obras de Leonardo. La masa sigue avanzando y nos conduce. Entremedias veo obras de Davis, Delacroix y otros maestros de la pintura francesas que, cómo no, exaltan a Bonaparte en medio de sus batallas. Por fin y tras girar a la derecha, se observa una sala de tamaño mediano donde un amasijo de cabezas, codos y pies pugnan en una batalla humana incomprensible.


Allí, tras un cristal blindado, está la Mona Lisa. Imposible acercarse dada la mala educación de muchos orientales y algunos occidentales que plantan sus peanas frente al cuadro y no dejan acercarse al resto. Comienza la pugna: codazos, puntapiés, empujones entre la masa. Logramos acercarnos pero una muralla de japoneses no se mueven. Más cabreado que una mona no lisa, decido proceder al modo español y grito con fuerza al fulano que copa la vista:

— ¡Apártese, Coño!—


Mano de santo. El chino se asusta y se va; por fin, podemos ver el pequeño retrato que tanto ha dado que hablar. Comienza otra lid: mantener la vertical y no caerse frente a los empujones de los que hay detrás. Hacemos unas fotos que salen fatal sin flash, el cristal en medio y movidas gracias a los ímpetus que vienen de retaguardia. No me extraña que la gente compre postales; son más bonitas y es más fácil.


Acordándome del Sol Naciente, nos vamos al ala Sully. Es más tranquila y podemos ver la colección de obras egipcias. Parece que estemos en el Cairo; Tumbas, sarcófagos, una momia entera, objetos cotidianos. Todo Egipto parece estar aquí, dada la magnitud de la colección. Vemos también el famoso escriba sentado que es muy chiquitito y tiene una cierta cara de cachondeo. En la zona de Grecia vemos la Victoria de Samotracia y la Venus de Milo. Vuelta a la bronca con los polinésicos para poder hacer fotos.

A la hora de comer, nos vamos. Nos sentamos en una brasserie y pedimos unos sandwichs y unas hamburguesas. Nos cobran 70 euros y me acuerdo de la madre que parió a Peneque y al dueño del establecimiento. Al poco rato, la tripa vuelve a estar vacía y el bolsillo también, así que nos vamos a ver iglesias, que no suelen cobrar. Primero Saint Germain des Prés, la abadía benedictina más antigua de Francia. Acabo de leer, por cierto, que allí está enterrado Descartes pero no vi su tumba. Después Saint Sulpice, a la que acudo en busca de una curiosidad. Según la controvertida novela El Código Da Vinci, en la iglesia se halla la “línea rosa” una de las pistas (falsa, por cierto) del Código. Esa raya sería el meridiano cero de París, anterior al de Greenwich.

No es así. En la iglesia (grandísima) hay una línea marcada en el suelo que no es ningún meridiano sino un gnomon astronómico para predecir solsticios y equinoccios. El mecanismo consiste en una vidriera uno de cuyos cristales es opaco y proyecta la sombra correspondiente. En el solsticio de verano lo marca sobre una placa de mármol en el suelo. De esa placa nace una línea metálica (no rosa, desde luego) donde la sombra se va desplazando con los días hasta llegar a una placa de cobre, situada cerca del altar. Allí se señalan los equinoccios. La línea sigue y termina en un obelisco al otro lado de la vidriera y en cuya cima hay una bola dorada; cuando la sombra se proyecta sobre la bola, es el solsticio de verano.

Total, otro engaño de la literatura que se suma al sufrido en el bolsillo durante la comida. Acabamos la jornada y se va acabando nuestro relato.


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El sábado comenzamos a preparar los bártulos para disponer el regreso. Una primera escala el domingo en Burdeos para hacer noche y al día siguiente, a Madrid. Sin embargo, quedaba un colofón. Mi señora y mi hijo mayor son amantes de las antiquités; ella de la decoración, él de cosas históricas y uniformes militares. Comoquiera que en París existe un famoso mercado que dicen de las Pulgas, para allá fuimos ese día a complacer su afición.

El mercado no es lo que esperan mis familiares y prácticamente nada compramos. Junto a objetos carísimos, otros bastante roñosos y nada que nos interese. Después de comer medianamente aceptable en un chiringuito nos encaminamos de vuelta para seguir los preparativos del viaje de retorno.

En la entrada del metro nos abordan tres tíos de raza no identificada y nos ofrecen billetes para comprárselos a ellos, cosa que me resulta chocante y que no he visto en España. Ante mi negativa, el fulano que lleva la voz cantante se me planta delante de la máquina impidiéndome acceder a la misma. Preveo bronca. El tío es un armario, pero no me amilano y empiezo a discutir con él. Creo que los empleados del metro han visto la situación desde la taquilla pero no hacen ademán alguno de intervenir. Cojonudo.

Viendo las caras de terror de mi señora y mi hijo pequeño, opto por marcharme para no terminar las vacaciones de mala manera. Salimos y caminamos unos cuatrocientos metros hasta la siguiente estación y volvemos al hotel sanos y salvos.

Pero dejemos los malos rollos y dejemos aquí la crónica. Aun con todo lo negativo, París merece una visita. Yo ya la he hecho y como la he visto, así la he contado. 


París bien vale una "VISA" (II)


Y llegó el día que colma los anhelos de todo turista guiri que se precie cuando visita París, es decir visitar la Torre Eiffel. El metro arranca de la Puerta de Montreuil y sigue un trayecto que a veces descubierto y permiten contemplar desde lo alto la ciudad, aunque el tinglado sobreelevado resulta bastante feo visto desde abajo. Por fin, nos deja en Bir Hakeim, de exótico nombre y que rememora un lugar del desierto de Libia donde la primera Brigada de la Francia Libre se enfrentó a los ataques del Afrika Korps durante largo tiempo, lo suficiente como para dar tiempo al ejército británico a rehacerse y derrotar después a Rommel en el Alamein.

Según se va llegando al destino, la calle se convierte en un mercado longitudinal donde se venden recuerdos en forma de torrecillas, torres y torreones (en función del bolsillo del comprador) de don Gustavo. Por fin, se contempla de cerca y aunque en nuestra retina es una imagen familiar, no deja de impresionar. Como impresiona también la cola para poder acceder y que llena parte de la explanada del campo de Marte, en cuyo extremo se halla situada. Afortunadamente ha llovido y eso ah debido retraer a varias excursiones por lo que en poco más de media hora, podemos tomar el ascensor de subida.

Al entrar en el mismo pueden contemplarse carteles con un mensaje desazonador: “Cuidado con los carteristas”, escrito en todos los principales idiomas (se encuentra también el cartelito de marras en todos los miradores de la Torre), lo que acrecienta aún más la desconfianza de un servidor que se agarra a su bolso de bandolera como si le fuera en ello la vida. Una señorita muy amable con el uniforme gris de los empleados de la Torre nos da la bienvenida en un francés musical y en un inglés correcto —que nunca sonará musical ni agradable— para después darle a unas palancas que arrancan el artefacto. No me gustan los ascensores y además tengo vértigo, por lo que hago de tripas corazón y me encomiendo a medio Santoral durante los dos o tres minutos que dura la subida.

La verdad es que la vista es impresionante y estos franceses hicieron bien en no desmontar la Torre cuando acabó la Exposición Universal de 1889. Además, anda que nos le ha dado pasta y propaganda. Después de media hora o así haciendo fotos y contemplando las tiendas que hay en su interior (carísimas) emprendimos el descenso para recalar enfrente, al otro lado del Sena, en los jardines y plaza del Trocadero donde se puede fotografiar uno con la Torre detrás sin problemas de encuadre.

Vuelta a cruzar y pasar por la Torre para dirigirnos al campo de Marte. Es un jardín gigantesco situado entre la Torre y la Academia Militar, escenario de una célebre matanza de radicales durante la Revolución y donde Madame Guillotine también tuvo una sede. A estas alturas empieza a notarse el cansancio, pero hay que llegar a los Inválidos.

El antiguo Hôpital de les Invalides fue creado por Luis XIV como residencia de soldados heridos y lisiados.  Actualmente se encuentran allí el Museo del Ejército y es la sede de la tumba del Emperador. Es una visita imprescindible para cualquier amante de la Historia y no hay palabras para describirlo, máxime si se compara con su homólogo español actual situado en Toledo, que desmerece en opinión de muchos el antiguo que había en Madrid y que era magnífico. El complejo incluye también la Basílica de San Luis de los Invalidos y otros edificios.

El Museo está dividido en varios pabellones ordenados por orden cronológico siendo los más interesantes el dedicado a las guerras mundiales y el que incluye la época napoleónica. Como curiosidad, en este último, además del uniforme y el famoso gorro de Bonaparte se puede contemplar hasta el caballo del Emperador…convenientemente disecado.




Los restos de Napoleón están en una cripta aparte, organizada toda alrededor de la gigantesca urna que alberga sus restos. No pude sacar fotos del mausoleo pues no salen ni con un flash corriente, dado el tamaño del lugar. En capillas circulares están enterrados otros miembros de la familia Bonaparte (entre ellos, José I que dicen que reinó en España) y varios mariscales de Francia. Todo el lugar habla de admiración y honor hacia el personaje, porque allí la Historia se rememora de otro modo y para los franceses es un símbolo de su grandeza, aunque los que somos de otros países, antaño enemigos, no opinemos lo mismo. El patriotismo vincula al individuo con su Nación de modo absoluto y sin complejos, y eso lo tienen totalmente asimilado nuestros vecinos del Norte. Aquí, en cambio, es cosa de fachas y solo se admite en esa forma, muy políticamente correcta ella, que se denomina “patriotismo constitucional” como si un texto escrito fuera la génesis de la Patria o de nuestros ancestros. Penoso.

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Montmatre está al norte de la ciudad, en una colina. Lugar eterno de la bohemia, la Basílica del Sacre Coeur es su centro de referencia y lugar de visita principal, aparte de las múltiples calles y callejuelas en la que pintores, músicos y otros artistas muestran sus obras. Pero no todo iba a ser parabienes y alabanzas, que por el barrio pululan también trileros, carteristas y otras especies nada recomendables. Posiblemente uno de los sitios de París donde los amigos de los ajeno hacen su agosto a costa de los inocentes guiris que vienen a ver impresionismo y pueden salir impresionados. Aun así, no deja de ser un sitio evocador y con encanto.


Después de un rato por allí y visitar la Basílica, tocaba día de compras, fashion y glamour, si el bolsillo lo permitía (luego veremos que no), de tal modo que encaminamos nuestros pasos hacia el sur no sin antes hacer un sesgo para fotografiar el Moulin Rouge, en Pigalle. Numerosos guiris contemplan la fachada del cabaret legendario que construyera el español Josep Oller, allá por los finales del XIX y en cuya sala aquel gigante de enana estatura llamado Toulose-Lautrec inmortalizara a la famosa bailarina La Gouloue, reina del cancán. Alrededor del local numerosas sex-shop, aunque todas bastante discretas en su escaparate lo cual agradeció este servidor pues iba acompañado de sus infantes y no es cuestión de explicar, sobre todo al pequeño, porque en esas tiendas vendían esa ropa y adminículos tan extraños y exóticos.


Ya en el centro de París, el almuerzo se ventila en un burger para evitar trastornos económicos, asaz frecuentes en esta Ville para aquellos que la visitan teniendo en cuanta además que la próxima parada —establecida por mi señora— era en el Bulevar Haussman, donde se asientan las Galerías Lafayette, según dicen el mayor centro comercial  de Occidente y uno de los más exclusivos.

Nada más entrar, se contempla una enorme cola de polinésicos de ojos rasgados cuyo origen ubica un servidor en Catay o en Cipango, si bien me es difícil distinguirlos. Presumo que son japoneses porque tiene la cara más ancha y llevan enormes máquinas de fotos a modo de escapulario. Todos esperan, no a pagar, que es lo que parece en principio, sino a que les devuelvan el IVA. No son cucos ni ná.

Pero al entrar en el gran recinto central y contemplar la cúpula, digna de un palacio se entiende porqué éste es uno de los centros del glamour y las “robes modes”. Sin embargo, los palos del sombrajo comienzan a caer cuando se contemplan las etiquetas de los precios; prendas de vestir que en las tiendas españolas de más calidad (excluidas las de diseñadores famosos y/o de alta costura) costarían como mucho unos 100 euros aquí valen casi 300. Afortunadamente y después de patear como unos desaforados buscando algo asequible conseguimos comprar una camiseta a mi hijo por 10 euros. Debía ser la única de ese precio.

Así pues, destrozados física y anímicamente, tomamos el Metro para encaminarnos a nuestro hotel y esperar la siguiente visita al Louvre. Allí también hay japoneses pero sólo se paga una vez al entrar.


París bien vale una "VISA" (I)

Cuando se accede por automóvil a la Ville Lumiére, la luz se ve sobre todo en los intermitentes de los coches. Monstruosos atascos jalonan el periplo que tiene su punto culminante en el Periphérique, una especie de M-30 pero en versión gabacha y, aunque parezca increíble, peor. Madrid, como decía Quevedo, es un poblacho manchego al lado de esta urbe que la dobla en extensión, población e incomodidad a la hora de desplazarse.

Por fin, y gracias al GPS, se sale de aqueste pandemónium y se accede a una rotonda donde se empieza a intuir la ciudad, pero la visión inicial es que uno se ha equivocado de destino y de continente. Una cohorte de razas exóticas pueblan calles, bulevares y brasseries, y a primera vista no se ven franceses. Negritudes de Mali, Togo o la Costa de Marfil; arabescos de Argelia, Túnez y Marruecos; hindúes…todo menos lo que uno pensaba que eran los franceses “comme il faut”.

El hotel no está mal. Es sencillito pero cómodo, y dados los precios que se estilan por allá (de ahí el título de este cronicón), una ganga. Además, está dentro del área urbana de París y no por fuera de las múltiples entradas (Puertas de Clignancourt, Las Lilas, Versalles, Montreuil, Orleáns…) que la separan de los inmensos extrarradios en los que viven millones de personas que se desplazan hasta más de 30 kilómetros todos los días para la faena. Los desayunos los sirve una mujer de color (negro) con cara de pocos amigos y que arrastra los pies con desgana enfundada en un uniforme con mandil. Nada la perturba, ni siquiera el cortocircuito y el apagón consiguiente en medio hotel que produjo mi señora en el hotel cuando se le atrancó una tostada en el tostador y tuvo la ocurrencia de sacarla con un cuchillo. El desayuno está bien (croissants, baguettes pequeñas, tostadas), pero no hay huevos con jamón; sólo huevos duros y unos botecitos de paté de las Ardenas que los clientes se llevan para hacerse bocatas a mitad de la jornada.



Las habitaciones, aceptables. Hasta tienen ventilador para compensar el calor que hace este año y al que no suelen estar acostumbrados; los baños están limpios pero son de cuando Napoleón era cabo primero. Una vez tomada posesión del alojamiento  e introducido el coche en un lóbrego aparcamiento de donde no debía salir hasta la vuelta al hogar (Aparcar es casi una utopía), nos dispusimos a recorrer la antigua Lutecia. 

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Tras la llegada, comienza a la mañana siguiente el primer día de visitas. Agenciamos un plano del metro y otro de París y nuestros pasos se encaminan a la estación más cercana, a pocos metros del hotel. Al ver el plano, observo que la distancia de cada cuadradito (poco más de dos centímetros) equivale a un kilómetro. No me lo puedo creer, ese plano debe estar mal porque en un cuadadrillo apenas caben dos calles y sus travesías. Más tarde se pudo comprobar desgraciadamente que no era así y la escala era correcta. Las rozaduras y el dolor de pies posterior lo confirman.

El metro de París es bastante más viejo y oscuro que el de Madrid, salvo alguna línea aislada pero sorprendentemente es más barato (el billete suelto, los tickets de 10 viajes valen 1 € más) y viene cada dos minutos, incluso en horas que no son punta. Muchos se cuelan saltando los torniquetes, pero el personal no dice nada, o eso me pareció. Bajamos en la estación de Cité para ver Notre Dame.

La catedral es magnífica aunque más pequeña de lo que aparenta en las fotos. La estructura gótica y el ornamento es más rico que en las austeras catedrales españolas. Las vidrieras, majestuosas; las gárgolas, impresionantes. Para subir a la torre hay que pagar y esperarse dos horas de cola, ante lo cual desistimos pues ya subiremos a otras alturas que nos permitirán contemplar la ciudad. Multitudes inmensas de turistas de todas las nacionalidades (incluidos españoles) entre las que destacan las de chinos y/o japoneses encabezadas por el baranda de turno con el paraguas de colorines a modo de bastón de mando. Difícil hacer fotos decentes; cuando uno lo intenta aparece en mitad de la imagen el careto de un polinésico o recibes dos codazos y tres empujones. Señor, cuánta gente hay en el mundo.

La Île de la Cité donde se halla Notre Dame es una isla en medio del Sena unida por puentes al resto de la ciudad; dicen que allí se establecieron los primeros galos que fundaron Lutecia, la ciudad que dio origen a París. En ella se encuentra también la Conciergerie o Palais de la Cité, que es una maravilla arquitectónica. Antiguo palacio de los Capetos, fue luego prisión durante la época revolucionaria. En la isla está también la Capilla Santa, de estilo gótico y edificada por San Luis.

Después encaminamos nuestros pasos al museo del Louvre; los pies se empiezan a resentir. El museo es inmenso (el doble que el Prado, al menos) y después de varias vueltas por el exterior o, lo que es lo mismo, más de un kilómetro para encontrar la entrada, por fin se descubre que se halla justo en la famosa pirámide edificada por Miterrand y que muchos parisinos detestan (“una cicatriz en el rostro de París”, como se puede leer en un pasaje de el Código Da Vinci). Curiosamente está construida con seiscientas sesenta y seis piezas de vidrio, el número de la Bestia. Muchos turistas pero no hay colas, raro. Y tan raro, como que era martes y ese día cierran.

Echando mil pestes por los pies desgastados inútilmente, los viajeros se encaminan al centro urbano muy próximo. Quédese para mañana.

El centro de París no se puede describir con palabras hasta que no se ve. Allí está todo el encanto que se puede leer en las novelas y ver en las películas que retratan la Ciudad Luz. Bulevares señoriales, calles elegantes, pasajes evocadores y el lujo de la grandeur en todos los rincones; calles de la Paz y Rivoli, Bulevar de los Capuchinos, Faubourg Saint Honoré, plazas de la Ópera y de la Madeleine (con su inmensa iglesia que parece un templo griego); pero si hay un punto chic y donde el glamour alcanza su punto culminante, ése es la Place Vendôme.

En la plaza hay una columna enorme a imitación de la de Trajano en Roma, pero ésta se halla rematada por una estatua de Napoleón vestido como Julio César. Allí la memoria histórica no es negativa y el Emperador sigue siendo un gran hombre y un héroe para los franceses; en toda la ciudad el recuerdo napoleónico es una constante, desde los monumentos hasta los símbolos en los edificios con una gran N rodeada de una corona de laurel.  Alrededor de la plaza, las mejores tiendas de moda y complementos del mundo: Dior, Louis Vuitton, Rolex…nombres legendarios para objetos inalcanzables y normalmente prescindibles. Mi señora aprovechó para hacerse unos retratos delante de aquellos templos del lujo; qué menos para una familia de otro Emperador.

Después a la plaza de la Concordia, la más grande de París y una de las más grandes del mundo; aquello más que plaza es un continente. En el centro de la misma se encuentra uno de los obeliscos de Luxor (el otro continúa en el templo egipcio). En su día se llamó plaza de la Revolución y en ella se cortaban cabezas afanosamente mientras las tricoteuses hacían calceta; allí cayeron Luis XVI y María Antonieta, entre otras más de 1100 personas. Lo del nombre de Concordia parece una ironía o quizás una reparación a aquella masacre, pues después del Terror pasó a ser de la Concordia.

A estas alturas de la jornada, ya no se sienten las piernas (como le pasaba a Rambo) pero desde la plaza sale la Avenida de los Campos Elíseos y al fondo se ve el arco del Triunfo. Total son dos kilómetros más de nada. La Avenida tiene un primer tramo de anchura gigantesca; por allí desfilaron los ejércitos alemanes y después los aliados y ahora se celebran los desfiles militares del 14 de julio. Después la calle se estrecha y empiezan a aparecer tiendas de lujo, cines y restaurantes. Estamos llegando a la Place de l´Etoile, también gigantesca, y en cuyo centro se encuentra el arco del Triunfo que conmemora las victorias del Emperador Bonaparte (Por cierto, existe otro arco del Triunfo (el del Carrusel), menos conocido y construido también a instancias del Gran Corso a imitación del Arco de Constantino, en Roma. Se encuentra entre los jardines de las Tullerías y el Louvre).

Sobre el Arco, inscripciones con las batallas ganadas en toda Europa. Observo lugares conocidos: Talavera, Zaragoza (Saragosse), Ocana (sic), Somosierra, Astorga…pero no Bailén, lo cual zanja la discusión que aquí se mantuvo sobre el tema. Tras el pago correspondiente, una angosta escalera de caracol sube los 50 metros hasta la cúspide donde se observan unas vistas magníficas de París. Bajo el arco, la Tumba del Soldado Dessconocido, caído por la Patria durante la Primera Guerra Mundial. A este respecto, cabe señalar que son frecuentes en las ciudades y pueblos de Francia las alusiones y conmemoraciones a los muertos en la Gran Guerra de 1914-1918; no tantas, sin emnargo, para la Segunda pero ese asunto es bien distinto.

Aun así, el patriotismo francés es sólido y mucho más evidente que el español. A las  seis y media de la tarde, bajo el Arco y todos los días se enciende la llama en una sencilla ceremonia que este viajero tuvo oportunidad de contemplar y que produjo sana envidia en el mismo, máxime cuando recordamos que al otro lado de los Pirineos la Nación es un “conceto” discutido y discutible.