sábado, 24 de noviembre de 2012

Hora sexta, hora sacra


Es innegable que España a lo largo de su historia ha producido grandes inventos que son aportaciones encomiables a la ciencia y a la tecnología mundial. Tres son, en la opinión de un servidor los principales hallazgos patrios: Las rosquillas del Santo, variables en función de cada pueblo o ciudad (verbigratia, en Madrid las rosquillas son de San Isidro, noble varón de la Iglesia); el botijo, al que habría que dedicarle un extenso tratado que excede de las humildes pretensiones de este artículo; y la siesta, a la que nos dedicaremos hoy.

El reposo postprandial (que dirían los cursis) tiene su origen en la regla de San Benito, que destinaba al descanso y silencio el período posterior al mediodía, la “hora sexta” romana.  Posteriormente, ese tiempo se trasladó a después de la comida, ya que la panza llena conlleva un aporte mayor de sangre a la zona gástrica y mesentérica, disminuyendo de este modo el riego sanguíneo del cerebro, lo que se traduce en la típica soñaera que nos acontece después de la pitanza.

Durante siglos, los bárbaros extranjeros (sobre todo, los anglosajones) veían con malos ojos esta hispánica costumbre y la achacaban a la desidia o a la pereza. Sin embargo, parece ser que un congreso médico anglosajón estudió el asunto y llegó a la conclusión de que la siesta ofrecía innumerables beneficios para el organismo, tanto a nivel cerebral como cardíaco y empezó a recomendarse que todo aquel que pudiera se echase un “cliso” (expresión típica de Murcia) de media a una hora después de las comidas.

Por ello, tal hora debe considerarse cuasi sagrada por la bondad que supone para la economía del organismo hacer un alto en mitad de la jornada. Mas, ¡ay! existen ciertos factores hoy en día que imposibilitan cada vez más el disfrute de ese momento casi místico y que ponen en peligro tan salutífera costumbre.

Así, es frecuente recibir a esas horas una llamada de teléfono en la que un amable señor o una simpática señorita nos interrumpen en nuestro éxtasis para interesarse en nuestra conexión a Internet, justo cuando estamos totalmente desconectados.

    Holaaaaa, ¿puedo hablar con Don Anacleto Mochales?
    Puede hablar pero no mucho, porque soy yo y no tengo ganas en este momento
    Ya verá como sí, Don Anacleto, Tengo para usted una oferta inmejorable para sus llamadas de teléfono y su conexión a Internet.
    Mire usted, la mejor oferta que me puede hacer ahora mismo es no llamar. ¡Pum! y cortamos la comunicaçao.

Pero el mal ya está hecho. Después de acordarse de todos los antepasados y también de la progenie del interlocutor volvemos a echarnos, pero ya se ha chafado el asunto. Han destruido el mejor momento del día.

Un servidor ha solucionado esto desviando el teléfono fijo al móvil y luego apagando este último. Así, al encenderlos de nuevo, sabe si ha recibido alguna llamada importante. Pero surge otro problema añadido: el portero automático que trae nuevas agresiones a la siesta en forma de carteros comerciales, señores que llaman preguntado por Mariví (yo no me llamo Mariví) o por Espiridión Tipanluisa (que tampoco) y representantes de empresas del gas o eléctricas. Más de una vez ha pensado este que escribe arrancar los cables del dicho artefacto que de portero automático tiene muy poco, porque ni guarda la puerta ni tampoco es automático, ya que entonces debería anular el timbre y preguntar quién es para saber si nos pasa recado o, por el contrario, decide dejarnos reposar

No, señores, no. Hora sexta, hora sacra. Que la vida ya es lo suficientemente chunga para que encima nos estropeen esos gloriosos momentos en que el gran Morfeo tiene a bien tenernos en sus brazos.


Carabanchel






Carabanchel, el corazón del suroeste capitalino y uno de los barrios más castizos e históricos de Madrid, se extiende desde las riberas del Manzanares hasta los confines de la Villa lindando con el municipio de Leganés. Tuvo el barrio entre sus vecinos más ilustres a don Francisco de Goya que vivió en los parajes ya denominados en su tiempo como Quinta del Sordo, pues existió un sordo anterior al que el pintor compró la casa.  


Goya retrató a Carabanchel en alguno de sus lienzos rememorando las conocidas fiestas que se celebran todavía en la pradera que durante el Medievo ocuparon las tierras de Iván de Vargas; campos de labor entonces a cuyo cargo estaba el santo varón San isidro, que las cultivaba con amor y también con la ayuda de los ángeles a la par que hacía milagros por doquiera que iba. La Ermita del Santo, también inmortalizada por el genio aragonés,  se yergue aún majestuosa en lo alto de la colina que domina el  Manzanares como un atisbo del cielo, que ya se ve más cercano.  Por encima del río y un poco más allá, el histórico puente de Toledo, construido por Pedro de Ribera y de estilo barroco churrigueresco, por el que paseaban chulapos y modistillas en eternos requiebros y amorosas disputas, une Carabanchel con el centro de la ciudad. Y en la otra orilla, más allá del río pequeño, el estadio Vicente Calderón donde el club Atlético de Madrid proporciona tardes de gloria y también de sufrimiento a sus seguidores, seguramente los mejores hinchas del mundo pues tal es la pasión por sus colores que son dignos de admiración y homenaje aun cuando no se comulgue con su colchonero credo.

A mediados del XIX, Carabanchel era una zona elegante donde los nobles y gentes con posibles tenían sus casas y fincas para descanso y solaz. Destacaban entre todas la propiedad que perteneció a la familia de Eugenia de Montijo —prácticamente desaparecida— y, sobre todo, la inmensa finca de Vistalegre, casi del tamaño del Retiro, que fue primero de la Casa Real y luego del Marqués de Salamanca. Es un conjunto de palacios y jardines aún existentes aunque muy deteriorados, pero que reflejan todavía el esplendor de su pasada gloria (actualmente se están restaurando algunas de sus zonas). De ella tomó el nombre la famosa plaza de toros cercana, aquellos “toros de Carabanchel” de las zarzuelas, que hoy  reconstruida y convertida en Palacio de Vistalegre alterna el arte de Cúchares con los conciertos de música moderna y los mítines políticos.

“¿Y si a mí no me diera la gana
de que fueras del brazo con él?
Pues me iría con él de verbena
y a los toros de Carabanchel.”

En lo que fue la antigua carretera que subía de Carabanchel Bajo a Carabanchel Alto llama la atención una puerta o fachada con marquesina del mejor estilo art nouveau que da entrada a la Colonia de la Prensa, la primera ciudad residencial para periodistas que hubo en España y de la que sobreviven todavía treinta o cuarenta chalets u hotelitos modernistas que merecen una visita si se pasa por allí. Calles tranquilas y recoletas con magnificas construcciones y jardines que conservan restos y rincones que forman parte de la memoria colectiva de los madrileños.

Ahora, en Carabanchel ya no hay ricos ni emperatrices de Francia, aunque algún periodista queda y quedará. Es un distrito donde viven clases medias y trabajadoras, de esas del común pero que tienen el mérito de haber levantado España en su día. Algo de mala fama le vino al barrio por ubicarse allí desde la posguerra hasta 1999 la tristemente célebre Prisión Provincial, pero en cuyo emplazamiento nada tuvieron que ver los vecinos, que solían decir a modo de defensa “Yo vivo en Carabanchel, pero fuera”. Ya fue derribada y en su lugar queda un inmenso solar a la espera de destino.

Y, sin embargo, y a pesar de su historia, los carabancheleros son “de clase baja”, o eso le ha espetado una diputada socialista al consejero y Portavoz de la Comunidad de Madrid, Salvador Victoria, oriundo del barrio, que ha respondido admitiendo "con orgullo" ser "de clase baja, de Carabanchel y a mucha honra". Como debe ser.


La desafortunada intervención ha generado un montón de mensajes en Twitter que bajo la etiqueta o hashtag #orgullocarabanchelero colocan a la prócer en su sitio. Y es que a estos progres se les ve el plumero, pues muchos viven —o se van a vivir en cuanto pueden— a las mejores zonas, porque la clase obrera es la que va al paraíso pero ellos se buscan rápido el Edén en este mundo, por si las moscas. Viva la lucha de clases, sí señor

Pero, sobre todo, Viva Carabanchel.


domingo, 18 de noviembre de 2012

Biarritz




Si hay una palabra que puede definir a Biarritz es el glamour. Perfecta fusión de la tradición vasca y el estilo francés, guarda el encanto de otros tiempos cuando los balnearios eran el punto de encuentro de la alta sociedad y los potentados mataban su aburrimiento entre baños de sol y noches frenéticas de ruleta. No hay nada que sobre; todo parece perfectamente diseñado para ocupar su lugar y ser un regalo para la vista del viajero que allí se acerca en busca de esplendores pasados y de modas presentes.

Y, sin embargo, no nos encontramos ante un paraíso inasequible en el que sólo se puede mirar, como en Montecarlo. En Biarritz se puede pasear y contemplar la majestuosidad de su Grande Plage o la soberbia arquitectura del Casino, sí, pero también es posible sentarse a cenar en uno de los múltiples restaurantes o bares que jalonan sus calles y avenidas o comprarse ropa en las boutiques sin morir en el intento. Además, siempre nos quedarán las Galerías LaFayette. Por el contrario, el principado de los Grimaldi es un Gotha prohibido para los advenedizos en el que por no haber, no hay apenas ni un bar donde tomarse un piscolabis, pues todos se hallan en el interior de lujosísimos hoteles vedados e inaccesibles a la plebe, que solo puede hallar contento en la práctica del voyeurismo de exteriores.

Pero quizás, lo mejor de Biarritz son sus atardeceres de cielos rosas que se funden con el turquesa de las aguas y el marrón anaranjado de sus acantilados. Crepúsculos con el Hotel du Palais encendiéndose cuando el sol se apaga a la espera de un nuevo día mientras que a su espalda y desde el puente sobre la playa se ve todavía la iglesia de Santa Eugenia. Ocasos que miles de españoles contemplan y contemplaron en otros tiempos cuando allí iban a veranear los pudientes celtíberos y ahora visitan los de las generaciones presentes. No en vano, Alfonso Ussía dice que es la ciudad más española del Sur de Francia, donde casi todo el mundo habla la lengua de Cervantes y nadie te saluda emitiendo un “¡Kaixo!”, que sólo algunos saben lo que significa.

Si éste que os escribe alguna vez tiene posibles, allí le busquen; me encontrarán caminando por sus bulevares o contemplando el mar desde su suite. Buenos pasatiempos para épocas mejores que esta oscura en la que nos ha tocado vivir y de la que se evade uno como puede con ilusiones de tardes rosadas, mares azules y fortunas futuras.