martes, 28 de junio de 2016

La vieja perra ingrata





Doblamos el baluarte de San Felipe situándonos fronteros al puerto, oliendo la tierra de España como los asnos huelen el verde […] cuando llegué junto a Diego Alatriste, mi amo sonrió un poco, poniéndome una mano en el hombro […]

–Ya estamos aquí otra vez, zagal.

Lo dijo de un modo extraño, resignado […] Yo miraba Cádiz, fascinado por el efecto de la luz sobre sus casas blancas y la majestuosidad de su inmensa bahía verde y azul; aquella luz tan distinta de mi Oñate natal, y que sin embargo también sentía como propia. Como mía.

–España –murmuró Curro Garrote.

Sonreía torcido, el aire canalla, y había pronunciado el nombre entre dientes, como si lo escupiese.

–La vieja perra ingrata –añadió.

Se tocaba el brazo estropeado cual si de pronto le doliera, o preguntándose para sus adentros en nombre de qué había estado a punto de dejarlo, con el resto del pellejo, en el reducto de Terheyden. Iba a decir algo más; pero Alatriste lo observó de soslayo, el aire severo, la pupila penetrante y aquella nariz aguileña sobre el mostacho que le daba el aspecto amenazador de un halcón peligroso y seco. Lo miró un instante, luego me miró a mí y volvió a clavar sus ojos helados en el malagueño, que cerró la boca sin ir más allá.

(El Oro del Rey, de Arturo Pérez Reverte).
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Curro Garrote no era antipatriota, ni un separatista de ésos que maldicen a menudo contra la Patria común de todos los españoles. Era un soldado que había estado a punto de perder la vida en las trincheras de Flandes luchando por esa “vieja perra ingrata”. Y también por la verdadera religión, como se decía entonces, contra los rebeldes y herejes (como también se decía entonces) holandeses, seguidores de Calvino o de Lutero.

Fuerte o insultante, lo cierto es que esa frase suena a amor desesperado, a novia que te la juega a menudo pero sigues amándola a pesar de todo. Porque no puedes vivir sin ella. Esa frase es un lamento de dolor, al fin y al cabo.

España nunca trató muy bien a sus mejores hijos. Después de dejarse la vida en los campos de batalla europeos o frente al infiel turco, aquellos héroes volvían —si lo lograban— para comprobar que su sacrificio era estéril. Todo seguía igual que siempre,  mangoneado por los de siempre: políticos corruptos, aristócratas vagos y soberbios y fanáticos religiosos que se escudaban en la defensa de la Fe.

Nunca tuvimos futuro porque nuestros enemigos ya se han encargaron durante siglos de hacernos la puñeta. El pirata inglés, el infiel, el holandés díscolo y ávido de negocios, el yanqui que se aprovechó de nuestra decadencia final. No nos quiere nadie, eso ya lo sabemos. Luchamos durante dos siglos solos contra todos y así nos fue. Y en cierta forma, seguimos haciéndolo.

Pero los peores son los enemigos del interior, a los que importa una higa si el pueblo sufre o no, los que pasean en coches oficiales y desconocen lo que cuesta un café. Los malos políticos que crearon la ironía de convertir a España en el país más poderoso del mundo, porque llevan siglos intentando acabar con ella y no han podido, como decía el canciller Bismarck.

Y, sin embargo, la historia ha hecho una pirueta perversa y la ingratitud ha cambiado de sitio. El desencanto acumulado durante siglos, unido al odio visceral y cainita contra nuestros hermanos cuando piensan lo contrario a lo que nos acomoda, ha dado la vuelta a la tortilla. Ahora los ingratos modernos se escudan en las tropelías de los antiguos para que lo poco logrado en estos doscientos años desde las cortes de Cádiz se vaya al traste. El esfuerzo de nuestros padres y abuelos nos convirtió en la cuarta economía de la zona euro y la decimoprimera potencia mundial (sólo hemos bajado diez puestos desde la caída del Imperio, pero podía haber sido peor). Y ahora vienen unos iluminados y postulan que volvamos al tercer mundo envueltos en aromas de ecologismo, bicicletas, feminismo, paz y progreso.

Porque todo está mal. Hay que cambiarlo todo, dicen a millones de ilusos que creen en sus proclamas y que no saben quién era Lampedusa. Cuando lleguen y todo se pierda, “la gente” se dará cuenta de su error, pero será tarde. La vieja perra que decían ingrata dio a luz un montón de cachorros mucho más ingratos y fieros que devorarán todo, incluso a ella.


Pobre España, siempre llena de enemigos, por dentro y por fuera. Y con la maldición del odio en vena.