Sí, hubo un tiempo y un lugar en que fui de izquierdas. Como muchos
otros, conocidos como Federico Jiménez Losantos, y no tan conocidos como
son algunos amigos míos. Abandonamos el paraíso ideológico cuando nos
caímos del caballo, del guindo y de mil sitios más, al darnos cuenta de
que nos habían vendido una milonga en un bonito envoltorio; un paquete
de lo más fashion que deslumbraba la vista y ocultaba un oscuro
interior. Pero la metamorfosis no fue una conversión a la derecha, tan
sólo en parte, sino una apostasía frente a lo progre e izquierdoso,
ahora renovado con las delirantes teorías del populismo.
Todo
empezó cuando el joven que yo era a finales de los setenta supo la
historia de su abuelo, perseguido por la dictadura. La rabia por el
injusto modo en que fue tratado me marcó los primeros años de mi
juventud, aunque él no era socialista, y mucho menos comunista. Yo ya
sólo veía al malo en la derecha, y el primer paso hacia la izquierda
estaba dado.
La entrada en la Universidad coincidió con la muerte
del general. Allí se juntaban gentes de todo tipo: maoístas, comunistas
de los del PCE, anarquistas, etc., un ambiente donde solo era posible
ser rojo perdido. Pronto me desvié hacia el comunismo libertario y me
hice un ácrata de tomo y lomo, de los de pañuelo negro al cuello y en
contra de cualquier sistema. Menos mal que no existía Podemos, pues
hubiera caído en sus zarpas. Pero, sobre todo, era ferozmente
antifascista, término éste que aglutina y une mucho.
Llegó la
hora de votar por primera vez, en mi caso, el referéndum constitucional.
La izquierda extrema pedía el NO, al igual que algunos movimientos de
derechas, aunque las razones evidentemente eran muy distintas. Dudé
mucho, pero la decisión tomada tuvo mucho que ver con unas palabras de
mi padre (q.e.p.d). Me explicó las razones de su voto negativo, por su
rechazo al nuevo sistema de organización territorial que llamaban
pomposamente Estado de las Autonomías, ahora reinos de taifas.
Aquellas palabras movieron mi reflexión, aunque yo entonces no era
consciente de ello. Sin embargo, este asunto unido a mi carácter radical
y ácrata de entonces, opuesto a todo sistema y forma de gobierno, me
decidieron a votar negativamente. Acerté de pleno sin saberlo entonces,
visto después el cúmulo de desigualdades, riesgo de desmembración,
insolidaridad y enfrentamiento entre españoles que supone el funesto
sistema taifeño.
La izquierda progre y ya establecida de entonces
votó sí. Fue el primer atisbo de desavenencia, al que siguieron otros
muchos. De todas formas, en las siguientes elecciones voté al Partido
Socialista. Fue la primera y única vez; desde ese momento una nube de
dudas me impidió volver a hacerlo.
Tenía una buena empanada
mental; no me convencía la izquierda, pero no me atrevía a votar a la
derecha para que nadie interpretara que pudiera ser un fascistón.
Mientras tanto, mi abuelo y antiguo preso político votaba sin vacilación
a la entonces Alianza Popular. Él sí lo tenía claro, porque la
experiencia de los años aviva las percepciones, mientras que en la
juventud uno da bandazos entre las dudas y el apasionamiento.
Los
años van aminorando la fogosidad política que es sustituida por otras
bastante más atractivas como es el caso de la que se siente hacia el
sexo opuesto. Tenía un trabajo, una esposa, acababa de ser padre y me
había comprado un piso, cuando una aciaga primavera de 1995 me quedé en
la calle. Comenzó una pesadilla que se prolongó durante cinco años,
hasta que logré nuevamente un empleo estable. Fueron años muy duros,
trabajando en lo que salía y con grandes apuros económicos que pudimos
resolver gracias a la ayuda de mis padres, que en Gloria estén. Eso sí,
nunca se me pasó por la cabeza okupar un piso, como se hace ahora.
Hicimos lo que pudimos para pagar la hipoteca, como Dios manda.
Mientras tanto, la corrupción y los escándalos felipistas de la
“beautiful people” me iban abriendo los ojos y me demostraron cómo la
izquierda se sirve del pueblo para auparse en la poltrona y vivir a todo
tren, mientras los curritos de a pie podemos caer en la miseria sin que
los defensores del pueblo hagan nada por impedirlo.
Ése fue el
momento decisivo en que me caí del caballo. Desde el 89 votaba al
Partido Popular pero todavía sin pleno convencimiento. A partir de ese
momento, lo asumí como mío y lo defendí hasta marzo del 2008. La
metamorfosis mariana hizo que me desenganchara de las gaviotas de
Génova. El centrismo y el maricomplejinismo no me van.
Hoy,
vuelvo a no saber lo que soy, pero sí tengo al menos una cosa clara: no
soy de izquierdas, por lo menos en el sentido social-comunista de la
palabra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario