miércoles, 29 de mayo de 2013

Don Nicanor y los nicanores




En los primeros escarceos del amor uno recurre a las tácticas más variopintas, pues con tal de conseguir el corazón de la amada se hace casi cualquier cosa, salvo aquellas que hicieran dudar de la hombría —como disfrazarse de drag-queen o similares— pero, sí, hay que pergeñar lo que sea con tal de llamar la atención y caer bien a la dama que roba nuestros sueños. Un servidor no iba a ser menos y cierto día se le ocurrió la estrategia de comprar una caja de nicanores de Boñar, pastelillos de hojaldre originarios de León y muy deliciosos que reconcilian aquella noble tierra con todos los que la asocian a cierto individuo que no debe ser nombrado.

Sin embargo, mi futurible trabajaba en un lugar donde había mucha gente y había que disimular la preferencia y, a la vez, hacerse notar. De aqueste modo, anuncié a grandes voces y aspavientos a todos los del lugar que había traído unos dulces y que iría al coche a por ellos. Raudo los traje e hice una entrada triunfal en la sala de Rayos dirigiéndome hacia ella y dándoselos directamente con cara de cordero degollao y ojos de pez teleósteo:

— ¡Toma, Pepa!

A Pepa se le iluminó la cara y a los demás también, si bien a estos últimos en un tono verdoso que no disimulaba la pelusilla: “Anda, que no se te nota”, “No, si ya sabíamos que en realidad eran para ella”, etc, etc, etc. Aunque bien que se los zamparon.

Por eso, este provecto escribano tiene una querencia nostálgica y cuasi romántica por los nicanores de Boñar, con la fortuna añadida de que hoy día se venden en múltiples comercios y puede traerlos a casa muy a menudo, con la diferencia de que ahora quienes se los comen son sus hijos en vez de los compañeros de mi señora, y a la pareja de antiguos tórtolos les dejan apenas dos o tres, como entonces. La vida evoluciona pero las situaciones apenas se inmutan; sólo cambian los actores. Aun así, los recuerdos permanecen y es bueno aferrarse a ellos, si bien con moderación.

Y otro recuerdo que podríamos llamar “sinónimo” en este caso es el de Don Nicanor Tocando el Tambor, aquel juguetillo artesano que usaran los infantes madrileños y de otros lugares en décadas pasadas que en muchas cosas fueron mejores. Consistía o consiste en un muñeco vestido de payaso que tiene un pito por atrás —no me sean malpensados— y un hilo en su parte inferior conectado a los brazos. Al soplar el pito suena a trompetilla pachanguera y, a la vez, si se tira del hilo el payaso aporrea el tambor que tiene delante. 

Lógicamente, con este arsenal instrumentístico es difícil interpretar una pieza sinfónica o una obertura de Rossini, pero los viejos vendedores del artilugio lograban arrancarle numerosas melodías con gran destreza: “Las vacas del pueblo ya se han escapao”, “Mi jaca” y otras ad infinitum a modo de dulzaina barata. Nunca compré uno porque, al parecer, se requería mucha maestría para lograr componer un sonido armonioso con aquel cacharro, pero me gustaba ver aquellos abueletes con boina en el Rastro o en la Plaza Mayor exhibiendo su rústico arte a la par que se ganaban unas pesetas. Desgraciadamente, la vida moderna ha acabado prácticamente con ellos y ya hace tiempo que no veo ninguno.

Don Nicanor es ya un mito legendario en la tradición española, pero el canto del cisne parece haber enmudecido al payasete trompetero que no encuentra imitadores salvo en las verborreas de los políticos de turno, bastante más discordantes que aquel, así como en la hierática pose de Tancredo que presentan algunos. O no.
De todas formas, aunque Don Nicanor desaparezca, de momento los nicanores prevalecen y el gusto dulce por la vida también, y a ello debemos aferrarnos para seguir sintiendo que estamos vivos. 

Siempre nos quedará Boñar.


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