lunes, 23 de julio de 2012

La maldición de Zap-Ateph




El tórrido mes de julio se dejaba caer por el Valle de los Reyes y los súbditos del Hijo del Sol no cesaban de clamar y penar por el desierto. Las desgracias anteriores no habían hecho mella aparente en el pueblo de los tolomeos pero ésta sí que era una plaga, una plaga extra que desde luego habían cobrado.

Durante los siete años en que gobernó el siniestro Zap-Ateph aparentemente nada fuera de lo común acaeció, por lo menos al principio. Desde luego nada a lo que no estuvieran acostumbrados los tolomeos, siempre caracterizados porque todos les orinaban y decían que llovía. Bien es cierto que ya desde los primeros tiempos en que Zap-Ateph se sentó en el trono de Osiris —antaño sentóse también en otras sillas, pues siempre fue un buen culiparlante— vinieron grandes desgracias pero ni la lluvia de sapos, ni de culebras, ni de cucarachas, ni las terribles epidemias de hemorroides y varices previamente vaticinadas hicieron mella en el acomodaticio carácter de los tolomeos que aclamaron a Zap-Ateph y le reeligieron después de una larga pugna con el otrora prometedor Marianostris, el de poblada barba.

Zap-Ateph siguió en el trono de Osiris, aun a pesar de muchos y de muchas, que ahora es costumbre en el Imperio eso de los géneros como bien estableció la sacerdotisa laica Bib-Ian-Aida, de la dinastía de los Gazules y encomendada a altas tareas por el Sumo Sacerdote, tan altas que ni ella misma nunca supo ni sabe todavía en qué consisten.

Las profecías por la reelección del Innombrable se cumplieron prontamente y el Cielo mandó la peor de todas las catástrofes. La diosa Krisis, conocida por su afán de venganza sobre los mortales bajó con un rayo de fuego y derrumbó las economías de parias y nobles de tal manera que nadie recordaba tales calamidades desde los tiempos de Feliponkamón. Las rupias comenzaron a escasear de tal manera que nadie podía comprarse un sarcófago apañadito y eso que las inmobiliarias del Más Allá hacían buenas ofertas. Los embalsamadores se empezaron a quedar en el paro y la venta de pirámides alcanzó el valor más bajo de la Historia.

Mientras tanto, los partidarios de Marianostris se debatían en pugnas internas a cuenta de cuál debía ser su futura estrategia para recuperar el control del gran Palacio de Tebas. Mientras unos defendían el mantenimiento de los viejos principios y de los códigos de los antepasados, otros estimaban que mejor sería ser más agradable a los ojos de algunos de sus enemigos para así tener aliados que les apoyaran en su lucha contra el Innombrable. Sin embargo, los futuros aliados nunca fueron de fiar, pues entre ellos se encontraban los nubios y  aquellos que vivían cerca del Mar Rojo, siendo ambos pueblos de carácter muy independiente que suelen exigir cosas casi imposibles a cambio de sus favores.

Todos los oráculos presagiaron la victoria de Marianostris en los comicios que se adivinaron para la época de las lluvias. Y así fue. El enfado del pueblo se cebó con Zap-Ateph, caído en desgracia por no haber hecho caso de los avisos celestiales a cuenta de la crisis, aunque retiróse antes de la debacle para dejar en su lugar al pérfido Hijo del Faisán, Rub-Al-Kahb, que se pegó un batacazo mayúsculo en su lucha contra las huestes que tienen su cuartel en el antiguo Templo de las Gaviotas de Isis. Tal fue su derrota que Marianostris no precisó siquiera del apoyo de los peligrosos aliados antes mentados.

Pero los dioses son caprichosos y la gafancia del Innombrable, conocida desde tiempos antiguos en todo el Nilo, sigue planeando. No se equivocaron los augures cuando vaticinaron enormes tragedias durante esta época. La Diosa Krisis manda un nuevo castigo enviando a su monstruosa prima a atormentar atrozmente a toda la tierra de los tolomeos  que ven como en las arcas del reino ya no queda una rupia y los prestamistas se niegan a fiar al Imperio. De nada sirven súplicas y plañideras enviadas a la sacerdotisa Merkhel, la del Templo del Oro, que se niega repetidamente a enviar el maná que saciaría todas las desdichas.

La sombra de Zap-Ateph es alargada y su maldición cae como una losa sobre los tolomeos. Muchos ya no se fían de Marianostris y sus continuos viajes al Centro del bajo Imperio, que va y viene y no se sabe si acaba de llegar o ya se ha ido. Algunos augures vaticinan también su caída en pocas lunas, incapaz de vencer a la Diosa Krisis, su prima y la sacerdotisa del Templo del Oro, pero nadie que pueda reemplazarle tiene el amuleto mágico que dé la victoria frente a esa alianza siniestra. Ni siquiera Albertofis, otrora gran chambelán capitalino y Arquitecto de las Treinta mil Zanjas aunque muchos pensaron en él como sucesor y al que ya ni alaba el prisaico pergamino.

Que Ra, Isis, Osiris y Horus nos asistan porque si no pronto llegará el reinado de Anubis, el dios de los muertos. Cuidaos, oh mortales, de la maldición de Zap-Ateph.

1 comentario:

Antonio M dijo...

He estado tan ocupado fumigando las plagas que por culpa del Innombrable tenemos en mi empresa, que no me había fijado en la publicación de este magnífico relato. Se nos seca el Nilo, amigo Emperador, se nos seca...y Marianostris no quiere cerrar las compuertas autonómicas de la presa: las cosechas de varios años ya se han perdido y aún no ha acabado todo.