martes, 12 de abril de 2016

Cerdos con spray


A este bohemio de la posmodernidad que presume todavía de serlo, nunca le gustaron los grafitis salvo excepciones: las que no ensucian las paredes sino que las iluminan con arte callejero del de verdad, las que utilizan paredes creadas para el efecto, las que, por fin, no perjudican al sufrido ciudadano cuya puerta o establecimiento queda marcada por un presunto artista, que no suele ser sino un guarro sin educación.

Estos últimos, a falta de mayor talento, se suelen quedar en un simple tag (firma), que marca el territorio del pintamonas y que no añaden nada más, si acaso algún garabato frenético antes de salir de naja, no le pillen y le calcen la multa que se merece. Nada de expresión artística existe en demostrar que el Yones, el Hachimura o Dicker pasaron por allí, lo cual me importa una mierda, no así el perjuicio hecho y el dinero —público y privado— que cuesta quitar sus “hazañas”, pues además suelen ser reincidentes y vuelven a pintar sobre lo limpiado.

Por eso, y viendo la obra del miserable que se describe gráficamente en la imagen, dan ganas de hacerle quitar sus pintarrajos con la lengua. No sólo estropea la puerta sino que encima se guasea del pobre dueño de la misma, que ya limpió otras mamarrachadas anteriores. A veces se echa en falta un Tío de la Vara, que midiera bien las costillas a estos malnacidos con la estaca de fresno.

Y luego a limpiarla, mamón.

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