sábado, 14 de septiembre de 2013

París bien vale una "VISA" (II)


Y llegó el día que colma los anhelos de todo turista guiri que se precie cuando visita París, es decir visitar la Torre Eiffel. El metro arranca de la Puerta de Montreuil y sigue un trayecto que a veces descubierto y permiten contemplar desde lo alto la ciudad, aunque el tinglado sobreelevado resulta bastante feo visto desde abajo. Por fin, nos deja en Bir Hakeim, de exótico nombre y que rememora un lugar del desierto de Libia donde la primera Brigada de la Francia Libre se enfrentó a los ataques del Afrika Korps durante largo tiempo, lo suficiente como para dar tiempo al ejército británico a rehacerse y derrotar después a Rommel en el Alamein.

Según se va llegando al destino, la calle se convierte en un mercado longitudinal donde se venden recuerdos en forma de torrecillas, torres y torreones (en función del bolsillo del comprador) de don Gustavo. Por fin, se contempla de cerca y aunque en nuestra retina es una imagen familiar, no deja de impresionar. Como impresiona también la cola para poder acceder y que llena parte de la explanada del campo de Marte, en cuyo extremo se halla situada. Afortunadamente ha llovido y eso ah debido retraer a varias excursiones por lo que en poco más de media hora, podemos tomar el ascensor de subida.

Al entrar en el mismo pueden contemplarse carteles con un mensaje desazonador: “Cuidado con los carteristas”, escrito en todos los principales idiomas (se encuentra también el cartelito de marras en todos los miradores de la Torre), lo que acrecienta aún más la desconfianza de un servidor que se agarra a su bolso de bandolera como si le fuera en ello la vida. Una señorita muy amable con el uniforme gris de los empleados de la Torre nos da la bienvenida en un francés musical y en un inglés correcto —que nunca sonará musical ni agradable— para después darle a unas palancas que arrancan el artefacto. No me gustan los ascensores y además tengo vértigo, por lo que hago de tripas corazón y me encomiendo a medio Santoral durante los dos o tres minutos que dura la subida.

La verdad es que la vista es impresionante y estos franceses hicieron bien en no desmontar la Torre cuando acabó la Exposición Universal de 1889. Además, anda que nos le ha dado pasta y propaganda. Después de media hora o así haciendo fotos y contemplando las tiendas que hay en su interior (carísimas) emprendimos el descenso para recalar enfrente, al otro lado del Sena, en los jardines y plaza del Trocadero donde se puede fotografiar uno con la Torre detrás sin problemas de encuadre.

Vuelta a cruzar y pasar por la Torre para dirigirnos al campo de Marte. Es un jardín gigantesco situado entre la Torre y la Academia Militar, escenario de una célebre matanza de radicales durante la Revolución y donde Madame Guillotine también tuvo una sede. A estas alturas empieza a notarse el cansancio, pero hay que llegar a los Inválidos.

El antiguo Hôpital de les Invalides fue creado por Luis XIV como residencia de soldados heridos y lisiados.  Actualmente se encuentran allí el Museo del Ejército y es la sede de la tumba del Emperador. Es una visita imprescindible para cualquier amante de la Historia y no hay palabras para describirlo, máxime si se compara con su homólogo español actual situado en Toledo, que desmerece en opinión de muchos el antiguo que había en Madrid y que era magnífico. El complejo incluye también la Basílica de San Luis de los Invalidos y otros edificios.

El Museo está dividido en varios pabellones ordenados por orden cronológico siendo los más interesantes el dedicado a las guerras mundiales y el que incluye la época napoleónica. Como curiosidad, en este último, además del uniforme y el famoso gorro de Bonaparte se puede contemplar hasta el caballo del Emperador…convenientemente disecado.




Los restos de Napoleón están en una cripta aparte, organizada toda alrededor de la gigantesca urna que alberga sus restos. No pude sacar fotos del mausoleo pues no salen ni con un flash corriente, dado el tamaño del lugar. En capillas circulares están enterrados otros miembros de la familia Bonaparte (entre ellos, José I que dicen que reinó en España) y varios mariscales de Francia. Todo el lugar habla de admiración y honor hacia el personaje, porque allí la Historia se rememora de otro modo y para los franceses es un símbolo de su grandeza, aunque los que somos de otros países, antaño enemigos, no opinemos lo mismo. El patriotismo vincula al individuo con su Nación de modo absoluto y sin complejos, y eso lo tienen totalmente asimilado nuestros vecinos del Norte. Aquí, en cambio, es cosa de fachas y solo se admite en esa forma, muy políticamente correcta ella, que se denomina “patriotismo constitucional” como si un texto escrito fuera la génesis de la Patria o de nuestros ancestros. Penoso.

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Montmatre está al norte de la ciudad, en una colina. Lugar eterno de la bohemia, la Basílica del Sacre Coeur es su centro de referencia y lugar de visita principal, aparte de las múltiples calles y callejuelas en la que pintores, músicos y otros artistas muestran sus obras. Pero no todo iba a ser parabienes y alabanzas, que por el barrio pululan también trileros, carteristas y otras especies nada recomendables. Posiblemente uno de los sitios de París donde los amigos de los ajeno hacen su agosto a costa de los inocentes guiris que vienen a ver impresionismo y pueden salir impresionados. Aun así, no deja de ser un sitio evocador y con encanto.


Después de un rato por allí y visitar la Basílica, tocaba día de compras, fashion y glamour, si el bolsillo lo permitía (luego veremos que no), de tal modo que encaminamos nuestros pasos hacia el sur no sin antes hacer un sesgo para fotografiar el Moulin Rouge, en Pigalle. Numerosos guiris contemplan la fachada del cabaret legendario que construyera el español Josep Oller, allá por los finales del XIX y en cuya sala aquel gigante de enana estatura llamado Toulose-Lautrec inmortalizara a la famosa bailarina La Gouloue, reina del cancán. Alrededor del local numerosas sex-shop, aunque todas bastante discretas en su escaparate lo cual agradeció este servidor pues iba acompañado de sus infantes y no es cuestión de explicar, sobre todo al pequeño, porque en esas tiendas vendían esa ropa y adminículos tan extraños y exóticos.


Ya en el centro de París, el almuerzo se ventila en un burger para evitar trastornos económicos, asaz frecuentes en esta Ville para aquellos que la visitan teniendo en cuanta además que la próxima parada —establecida por mi señora— era en el Bulevar Haussman, donde se asientan las Galerías Lafayette, según dicen el mayor centro comercial  de Occidente y uno de los más exclusivos.

Nada más entrar, se contempla una enorme cola de polinésicos de ojos rasgados cuyo origen ubica un servidor en Catay o en Cipango, si bien me es difícil distinguirlos. Presumo que son japoneses porque tiene la cara más ancha y llevan enormes máquinas de fotos a modo de escapulario. Todos esperan, no a pagar, que es lo que parece en principio, sino a que les devuelvan el IVA. No son cucos ni ná.

Pero al entrar en el gran recinto central y contemplar la cúpula, digna de un palacio se entiende porqué éste es uno de los centros del glamour y las “robes modes”. Sin embargo, los palos del sombrajo comienzan a caer cuando se contemplan las etiquetas de los precios; prendas de vestir que en las tiendas españolas de más calidad (excluidas las de diseñadores famosos y/o de alta costura) costarían como mucho unos 100 euros aquí valen casi 300. Afortunadamente y después de patear como unos desaforados buscando algo asequible conseguimos comprar una camiseta a mi hijo por 10 euros. Debía ser la única de ese precio.

Así pues, destrozados física y anímicamente, tomamos el Metro para encaminarnos a nuestro hotel y esperar la siguiente visita al Louvre. Allí también hay japoneses pero sólo se paga una vez al entrar.


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