En aquellos tiempos
lejanos de la niñez daba largos paseos con mi abuelo por las calles de Madrid.
Mientras dábamos aquellas grandes caminatas que llegaban hasta la puesta de sol
me contaba cosas de la ciudad, de su vida y de la vida: “Mira, aquí hay una tienda
de sombreros, que antes fue una cacharrería ¡Leche, pero si ahora es un
banco!”; “Hay que creer en Dios, pero no en los curas”; “El día que se muera
uno que yo sé, me voy a fumar un puro” y otras mil frases que recuerdo a veces
ya con dificultad y que entonces apenas acertaba a comprender en muchos casos.
Sí puedo decir que cuando se murió el interesado, no se fumó el puro sino que
derramó incluso unas lágrimas y musitó “Pobre hombre”.
Pero si hay unas
palabras que no se me han olvidado son aquellas que mi abuelo pronunciaba
cuando se encontraba a un amigo o conocido: “Mira, López (o quien fuera) te
presento al futuro presidente de la República Española”. Aquello me gustaba
porque eso de ser presidente ya suponía yo que no debía estar mal pero…la
República ¿Qué era eso? Sólo me sonaba a cosas de romanos que había estudiado
en el colegio, porque entonces se estudiaba la historia de Roma, asunto éste en
el que ahora tengo mis dudas. La confusión sobre tal término se acrecentó con
el tiempo, porque en clase un día nos dijeron que España era una Monarquía a lo
que un compañero respondió hábilmente “¿Cómo vamos a ser una Monarquía si aquí
no hay rey?”. El profesor o cura se deshizo en divagaciones mil y así quedó la
controversia.
Por ese tiempo me
enteré de que mi abuelo había estado en la cárcel por ser republicano o “rojo”,
cosa que sonaba fatal por entonces, puesto que los términos se confundían.
Comoquiera que mi abuelo no tenía nada de lo segundo (entre otras cosas porque
era un hombre muy recto y formal, amén de echar pestes de los comunistas a
cuentas de la Guerra Civil) deduje que sólo era republicano y más bien de
derechas, como así efectivamente resultó. Yo le admiraba y me empezó a sonar
bien aquello de la República, porque lo de los reyes además me sonaba un tanto
vetusto y eso de una Corte llena de marqueses, condes y señoras enjoyadas
alrededor de un tío con una corona (ahora se dice corina, creo) en la cabeza me
tiraba para atrás.
Se murió Franco y
llegó el Rey a esa Monarquía que decían que éramos. Y ahí sigue, que es el
único cargo público designado por el Dictador que todavía anda en activo. Unos
hablan bien, otros no tanto, pero lo que sí sabemos es que su persona es inviolable
y no está sujeta a control, más o menos como en los tiempos históricos. Dicen
que no manda sino que arbitra, pero elogió a Zapatero y no sacó tarjeta roja a
los separatistas; incluso firmó el nefasto Estatuto catalán que es una bomba de
relojería para la Constitución y la unidad de España; dicen mil rumores sobre su vida privada y, aunque a nadie deben importar las intimidades de otro, se oyen cosas que, de ser ciertas, no son un buen ejemplo para los
ciudadanos.
Pero lo que menos me
gusta de la Monarquía es su carácter dinástico hereditario y vitalicio. Sin entrar
a juzgar al futuro heredero, no es de recibo en una sociedad moderna que la
Jefatura del Estado se transmita por el escaso modo democrático de la línea sucesoria, dejándolo todo al azar de
las posibles virtudes de aquel que continúe la saga. Ejemplos sobrados a lo largo de la historia lo han
demostrado: Carlos II el Hechizado, Fernando VII o Isabel II valdrían.
Un servidor no será
presidente de la República como quería su abuelo, porque el reloj inexorable de
los años y de las coyunturas hace que sea ya una utopía, pero sí le gustaría
que la opción fuera posible para todos y, por supuesto, para sus descendientes.
Así, cuando fuera con su hijo por la calle y encontrara a un amigo podría
reproducirse, esta vez con visos de posibilidad, aquella vieja conversación de
hace más de cuarenta años en una calle de Madrid:
“Mira, López, te presento al futuro presidente de la República Española”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario