miércoles, 10 de noviembre de 2010

El orden anal-fabético

Cuando servidor era sólo un joven estudiante, molestaba en sobremanera tener un apellido cuya inicial correspondía a una de las últimas letras del alfabeto, pues ello acarreaba diversos trastornos logísticos. En la Universidad donde estudié —es un decir— los grupos se establecían por orden alfabético o analfabético (nada que ver con perversiones a base de vibrador o así), de tal manera que este imperial servidor que os escribe se veía relegado al turno de tarde por el trágico destino de no llamarse Abad o Alvaar Aalto. Hay que citar, no obstante, que éste último es poco frecuente en la tierra de las Mil Naciones entre otras cosas porque se trataba de un diseñador finlandés que inventó el mueble estilo nórdico, mientras que aquí nos hemos dedicado a otras grandes contribuciones a la tecnología mundial como son el botijo y las rosquillas del Santo.


Tamaña discriminación por semejante fruslería onomástica no hubiera sido consentida hoy por los fervientes seguidores de la igualdad, pero entonces ningún grupo progre o similar rebelóse ante tan arbitraria e injusta medida. El asistir a unas aulas semivacías (el número de alumnos era menor que el turno de mañana) era descorazonador, había mucho menos ambientillo que por la mañana, y al salir de clase el negro manto de la fría noche madrileña de invierno invitaba más a recogerse en casa con la mantita de cuadros y el cucurucho de castañas que a lanzarse a las calles en busca de mil aventuras mañaneras o a una buena sesión de cervezas con los amigos que a veces terminaban en juergas atroces para la cabeza y el epigastrio.


Afortunadamente pude cambiarme de grupo tras una tarea cuasi epopéyica y el tema se solucionó. Sin embargo, hoy día y gracias al igualitario gobierno que nos asiste los problemas de antaño no hubieran sido. El orden alfabético es la solución taumatúrgica que remediará todos aquellos “conflitos” que pudieran plantearse. El azar, caprichoso cual romántica damisela de antes de los Aídos, establecerá si somos los últimos de la lista o los primeros. Y cuando seamos mayorcitos, nos podemos cambiar de apellido y todo escogiendo siempre el que antes vaya para no quedar atrás, o incluso sustituirlo por uno nuevo. Gran chanza y regocijo se planteará entonces cuando al echar mano de la lista, la enfermera de turno, el funcionario de turno o el que sea de turno comprobará mesándose los cabellos que no sabe a quien llamar primero, pues todos se llaman igual:


— ¡Aarón Aab Aab!

¡Presente!

No, aquí yo

De eso nada, servidor y picapedrero.


De este democrático modo, todos entrarán a la vez en la consulta o en la cola del paro (esta última bastante más numerosa) y se darán de puntapiés para ver a quien atienden primero.


Y, sin embargo, al fondo siempre quedará un señor bajito y callado que al margen de la algarabía permanece silente y a la espera de que todo aquel follón acabe y los traumatólogos terminen su trabajo.


¿Y usted?


No, yo me llamo Zoroastro Zapatero y mi progenitor A quiso mantener su apellido porque quedaba muy progresista. Por eso ahora yo no progreso adecuadamente.


¡Ay, viejos tiempos de la LOGSE cuando dos y dos eran cinco! Llegaremos a añorar estos grises tiempos; los siguientes serán del color de la hormiga que no es roja.


Fuerza y Honor.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

A este menda los españoles ya le han cambiado el orden de camada; le llaman Zapatero, lo cual es más lógico, pues sería el último de la lista en cualquier clase. Allá, en el pupitre impar..al causar baja Zurutegui cercado de Vieira y Vizcaíno...

Saludos, Emperador

Interruptor dijo...

Pero es que no se enteran. Ya no hay apellidos del “padre” ni de la “madre”, hay apellidos del progenitor 1 y del progenitor 2, así que toda esta memez ya no tiene sentido porque antes hicieron la otra memez. Si es que no son coherentes ni en su propia progrestupidez.