Mucho
se ha hablado de los visigodos en España considerándose esta etapa como
generalmente negativa o, cuando menos, errática. Se critican las
debilidades de su monarquía, de carácter electivo en vez de hereditario. Esto
originaba frecuentes luchas intestinas entre las distintas familias de la
nobleza visigótica, de tal modo que la corona pasaba en pocos años de una
cabeza (descabezada frecuentemente) a otra. Los reyes solían terminar su
mandato asesinados, siendo la muerte natural un bien bastante escaso en la
época.
Fueron asimismo las pugnas internas
entre los partidarios del depuesto Witiza y el rey don Rodrigo las que
propiciaron la invasión musulmana, otra de las piezas de esa leyenda negra que
acompaña a los visigodos. España se perdió por un cúmulo
de traiciones y ambición de poder. Empezó por el conde Don Julián que
permitió desde Ceuta el paso de los ejércitos de Tarik, y concluyó con la infamante
deserción y el pase a las filas enemigas de Sisberto y don Opas con sus huestes
en plena batalla del Guadalete.
Actualmente, los historiadores se hallan
en revisión de este período histórico y tienden a poner más luz y menos sombras
en el mismo. Es innegable que, pese a sus errores y la debilidad de su sistema,
los visigodos fueron los que alumbraron un primer reino español independiente y
unido, cuyo territorio era prácticamente similar al actual; incluso poseíamos
el norte de África, que ahora reivindican otros. De no ser por la invasión
islámica, este reino posiblemente habría llegado hasta nuestros días,
evitándose la posterior proliferación de reinos cristianos y moros que
constituye uno de los orígenes remotos —aun cuando sea indirecto— de las
divisiones y hechos diferenciales que ahora padece España.
Mérito es también de los visigodos hacer
suya la herencia romana y cristiana, que constituyen las raíces más poderosas
de la cultura española, mucho más sin duda que la musulmana, no tan
abundante ni maravillosa como algunos paladines de la Alianza de Civilizaciones
quieren hacer creer. Fue en esta etapa de la antigüedad tardía que constituye
el reino de Toledo cuando se implanta el catolicismo oficial y el Liber
Iudiciorum, posiblemente el cuerpo jurídico más antiguo promulgado para un país
independiente de Roma, y que adapta la lex romana al nuevo reino. Dos
símbolos de unidad en los que se reconoce una de las naciones más antiguas del
mundo.
A la par que el sentimiento de unión
surge también el de orgullo nacional, que se refleja en los escritos y crónicas
de la época. Basten como ejemplo estas palabras de San Isidoro en sus Etimologías:
¡Oh, España! La más hermosa de todas las
naciones que se extienden desde Occidente hasta la India. Tierra
bendita y feliz, madre de muchos pueblos… (ver texto completo en el siguiente
enlace).
La sensación de pertenencia a una patria
común perdura tras la derrota frente a los infieles, siendo los visigodos
supervivientes a la catástrofe los encargados de mantenerla. Se organizaron en
seguida núcleo de resistencia frente al invasor en las tierras del Norte y se
fundaron los primeros reinos cristianos, como Asturias cuyo primer monarca fue
el mítico don Pelayo, noble visigodo y vencedor de Covadonga. Fueron ellos
quienes iniciaron el proceso de Reconquista, único en el mundo, pues de todas
las naciones conquistadas por el Islam ha sido España la única recuperada por
los descendientes de la población premusulmana. A lo largo del Medievo ese
deber ineludible pervivió y fue la causa de la victoria final y de la
reunificación de la Nación
española.
Merece, pues, la pena rehabilitar en su justa
medida a aquellos bárbaros, dicho sea en el buen sentido, que entraron en
España por puro azar expansionista, pero que descubrieron y amaron esta tierra.
La dieron un sentido que perdura hasta nuestros días y que no debe perderse
nuevamente para retrotraerse a una nueva Edad Media que nos sumerja en las
tinieblas de la Historia.
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