Doblamos el baluarte de San Felipe
situándonos fronteros al puerto, oliendo la tierra de España como los asnos
huelen el verde […] cuando llegué junto a Diego Alatriste, mi amo sonrió un
poco, poniéndome una mano en el hombro […]
–Ya estamos aquí otra vez, zagal.
Lo dijo de un modo extraño, resignado […]
Yo miraba Cádiz, fascinado por el efecto de la luz sobre sus casas blancas y la
majestuosidad de su inmensa bahía verde y azul; aquella luz tan distinta de mi
Oñate natal, y que sin embargo también sentía como propia. Como mía.
–España –murmuró Curro Garrote.
Sonreía torcido, el aire canalla, y había
pronunciado el nombre entre dientes, como si lo escupiese.
–La vieja perra ingrata –añadió.
Se tocaba el brazo estropeado cual si de
pronto le doliera, o preguntándose para sus adentros en nombre de qué había
estado a punto de dejarlo, con el resto del pellejo, en el reducto de Terheyden.
Iba a decir algo más; pero Alatriste lo observó de soslayo, el aire severo, la
pupila penetrante y aquella nariz aguileña sobre el mostacho que le daba el
aspecto amenazador de un halcón peligroso y seco. Lo miró un instante, luego me
miró a mí y volvió a clavar sus ojos helados en el malagueño, que cerró la boca
sin ir más allá.
(El Oro del Rey, de Arturo Pérez
Reverte).
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Curro Garrote no era antipatriota, ni un
separatista de ésos que maldicen a menudo contra la Patria común de todos los
españoles. Era un soldado que había estado a punto de perder la vida en las
trincheras de Flandes luchando por esa “vieja perra ingrata”. Y también por la
verdadera religión, como se decía entonces, contra los rebeldes y herejes (como
también se decía entonces) holandeses, seguidores de Calvino o de Lutero.
Fuerte o insultante, lo cierto es que esa
frase suena a amor desesperado, a novia que te la juega a menudo pero sigues
amándola a pesar de todo. Porque no puedes vivir sin ella. Esa frase es un
lamento de dolor, al fin y al cabo.
España nunca trató muy bien a sus mejores
hijos. Después de dejarse la vida en los campos de batalla europeos o frente al
infiel turco, aquellos héroes volvían —si lo lograban— para comprobar que su
sacrificio era estéril. Todo seguía igual que siempre, mangoneado por los de siempre: políticos
corruptos, aristócratas vagos y soberbios y fanáticos religiosos que se
escudaban en la defensa de la Fe.
Nunca tuvimos futuro porque nuestros
enemigos ya se han encargaron durante siglos de hacernos la puñeta. El pirata
inglés, el infiel, el holandés díscolo y ávido de negocios, el yanqui que se
aprovechó de nuestra decadencia final. No nos quiere nadie, eso ya lo sabemos.
Luchamos durante dos siglos solos contra todos y así nos fue. Y en cierta
forma, seguimos haciéndolo.
Pero los peores son los enemigos del
interior, a los que importa una higa si el pueblo sufre o no, los que pasean en
coches oficiales y desconocen lo que cuesta un café. Los malos políticos que crearon
la ironía de convertir a España en el país más poderoso del mundo, porque
llevan siglos intentando acabar con ella y no han podido, como decía el
canciller Bismarck.
Y, sin embargo, la historia ha hecho una
pirueta perversa y la ingratitud ha cambiado de sitio. El desencanto acumulado
durante siglos, unido al odio visceral y cainita contra nuestros hermanos
cuando piensan lo contrario a lo que nos acomoda, ha dado la vuelta a la
tortilla. Ahora los ingratos modernos se escudan en las tropelías de los
antiguos para que lo poco logrado en estos doscientos años desde las cortes de
Cádiz se vaya al traste. El esfuerzo de nuestros padres y abuelos nos convirtió
en la cuarta economía de la zona euro y la decimoprimera potencia mundial (sólo
hemos bajado diez puestos desde la caída del Imperio, pero podía haber sido
peor). Y ahora vienen unos iluminados y postulan que volvamos al tercer mundo
envueltos en aromas de ecologismo, bicicletas, feminismo, paz y progreso.
Porque todo está mal. Hay que cambiarlo
todo, dicen a millones de ilusos que creen en sus proclamas y que no saben
quién era Lampedusa. Cuando lleguen y todo se pierda, “la gente” se dará cuenta
de su error, pero será tarde. La vieja perra que decían ingrata dio a luz un
montón de cachorros mucho más ingratos y fieros que devorarán todo, incluso a
ella.
Pobre España, siempre llena de enemigos,
por dentro y por fuera. Y con la maldición del odio en vena.
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