El
tórrido mes de julio se dejaba caer por el Valle de los Reyes y los súbditos
del Hijo del Sol no cesaban de clamar y penar por el desierto. Las desgracias anteriores
no habían hecho mella aparente en el pueblo de los tolomeos pero ésta sí que
era una plaga, una plaga extra que desde luego habían cobrado.
Durante
los siete años en que gobernó el siniestro Zap-Ateph aparentemente nada fuera
de lo común acaeció, por lo menos al principio. Desde luego nada a lo que no
estuvieran acostumbrados los tolomeos, siempre caracterizados porque todos les
orinaban y decían que llovía. Bien es cierto que ya desde los primeros tiempos
en que Zap-Ateph se sentó en el trono de Osiris —antaño sentóse también en
otras sillas, pues siempre fue un buen culiparlante— vinieron grandes
desgracias pero ni la lluvia de sapos, ni de culebras, ni de cucarachas, ni las
terribles epidemias de hemorroides y varices previamente vaticinadas hicieron
mella en el acomodaticio carácter de los tolomeos que aclamaron a Zap-Ateph y
le reeligieron después de una larga pugna con el otrora prometedor Marianostris,
el de poblada barba.
Zap-Ateph
siguió en el trono de Osiris, aun a pesar de muchos y de muchas, que ahora es
costumbre en el Imperio eso de los géneros como bien estableció la sacerdotisa laica
Bib-Ian-Aida, de la dinastía de los Gazules y encomendada a altas tareas por el
Sumo Sacerdote, tan altas que ni ella misma nunca supo ni sabe todavía en qué
consisten.
Las
profecías por la reelección del Innombrable se cumplieron prontamente y el Cielo
mandó la peor de todas las catástrofes. La diosa Krisis, conocida por su afán
de venganza sobre los mortales bajó con un rayo de fuego y derrumbó las
economías de parias y nobles de tal manera que nadie recordaba tales
calamidades desde los tiempos de Feliponkamón. Las rupias comenzaron a escasear
de tal manera que nadie podía comprarse un sarcófago apañadito y eso que las
inmobiliarias del Más Allá hacían buenas ofertas. Los embalsamadores se
empezaron a quedar en el paro y la venta de pirámides alcanzó el valor más bajo
de la Historia.
Mientras
tanto, los partidarios de Marianostris se debatían en pugnas internas a cuenta
de cuál debía ser su futura estrategia para recuperar el control del gran
Palacio de Tebas. Mientras unos defendían el mantenimiento de los viejos
principios y de los códigos de los antepasados, otros estimaban que mejor sería
ser más agradable a los ojos de algunos de sus enemigos para así tener aliados
que les apoyaran en su lucha contra el Innombrable. Sin embargo, los futuros
aliados nunca fueron de fiar, pues entre ellos se encontraban los nubios
y aquellos que vivían cerca
del Mar Rojo, siendo ambos pueblos de carácter muy independiente que suelen
exigir cosas casi imposibles a cambio de sus favores.
Todos
los oráculos presagiaron la victoria de Marianostris en los comicios que se
adivinaron para la época de las lluvias. Y así fue. El enfado del pueblo se
cebó con Zap-Ateph, caído en desgracia por no haber hecho caso de los avisos
celestiales a cuenta de la crisis, aunque retiróse antes de la debacle para
dejar en su lugar al pérfido Hijo del Faisán, Rub-Al-Kahb, que se pegó un
batacazo mayúsculo en su lucha contra las huestes que tienen su cuartel en el
antiguo Templo de las Gaviotas de Isis. Tal fue su derrota que Marianostris no
precisó siquiera del apoyo de los peligrosos aliados antes mentados.
Pero
los dioses son caprichosos y la gafancia del Innombrable, conocida desde tiempos
antiguos en todo el Nilo, sigue planeando. No se equivocaron los augures cuando
vaticinaron enormes tragedias durante esta época. La Diosa Krisis manda un
nuevo castigo enviando a su monstruosa prima a atormentar atrozmente a toda la
tierra de los tolomeos que ven como en
las arcas del reino ya no queda una rupia y los prestamistas se niegan a fiar
al Imperio. De nada sirven súplicas y plañideras enviadas a la sacerdotisa
Merkhel, la del Templo del Oro, que se niega repetidamente a enviar el maná que
saciaría todas las desdichas.
La
sombra de Zap-Ateph es alargada y su maldición cae como una losa sobre los
tolomeos. Muchos ya no se fían de Marianostris y sus continuos viajes al Centro
del bajo Imperio, que va y viene y no se sabe si acaba de llegar o ya se ha
ido. Algunos augures vaticinan también su caída en pocas lunas, incapaz de
vencer a la Diosa Krisis ,
su prima y la sacerdotisa del Templo del Oro, pero nadie que pueda reemplazarle
tiene el amuleto mágico que dé la victoria frente a esa alianza siniestra. Ni
siquiera Albertofis, otrora gran chambelán capitalino y Arquitecto de las
Treinta mil Zanjas aunque muchos pensaron en él como sucesor y al que ya ni
alaba el prisaico pergamino.
Que
Ra, Isis, Osiris y Horus nos asistan porque si no pronto llegará el reinado de
Anubis, el dios de los muertos. Cuidaos, oh mortales, de la maldición de
Zap-Ateph.
1 comentario:
He estado tan ocupado fumigando las plagas que por culpa del Innombrable tenemos en mi empresa, que no me había fijado en la publicación de este magnífico relato. Se nos seca el Nilo, amigo Emperador, se nos seca...y Marianostris no quiere cerrar las compuertas autonómicas de la presa: las cosechas de varios años ya se han perdido y aún no ha acabado todo.
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