Cuando somos jóvenes, forjamos
mitos. Grandes amores que pudieron ser y no fueron, o quizás sólo sueños de una
mente ilusionada. Y, sin embargo, con el paso de los años las quimeras a veces
vuelven recurrentes como queriendo decirnos algo aunque sea simplemente que los
tiempos pasados también fueron buenos, pero no por ello han de ser mejores.
Era un tórrido mes de agosto de
finales de los ochenta, en la Toscana. Aquellos aventureros que salieron de una
lejana ciudad española llegaban a Siena tras varios días de andanzas por
tierras de España, Francia e Italia tratando de imitar a Don Juan Tenorio en
comandita. Como suele ser habitual en todos estos casos, no se habían comido
una rosca. Otra ciudad más de donde saldrían nuevamente con la moral caída, el
bolsillo vacío y el estómago hecho unos zorros por el bebercio.
La ciudad era un hervidero de
gentes, vehículos y fiesta. Sin saberlo, habían llegado el día del Palio de
Agosto. Acababa de terminar la carrera de caballos en la Piazza del Campo y
todas las pantallas de los bares la transmitían sin cesar mientras hombres,
mujeres y niños atiborraban las viejas calles y plazas. Se acercaron a unas
muchachas con el ánimo de entablar conversación. Eran tres, o a lo mejor
cuatro, hasta tal punto se borran los detalles con el tiempo. Una era muy gorda
y bastante fea (lógicamente la que más ganas tenía), otra se enrolló en seguida
con un compañero de viaje. La tercera era Alessandra, pero sus otras amigas la
llamaban Capelli ("pelos").
Y no era para menos el
sobrenombre. Melena larga con múltiples rizos, como esas damas florentinas del
Quatroccento y cara de princesa medieval, de rasgos finos y frágiles. Él se
quedó impactado al verla como si Boticelli hubiera encontrado a su modelo ideal
para un nuevo nacimiento de Venus o una Primavera rediviva. Habló como pudo con
ella destrozando la lengua de Leonardo durante dos horas, logrando sonsacarla
que era de un pueblo "vicino Firenze" y que estaba allí para ver el
Palio. Todo iba bien hasta que de repente, desapareció, no se sabe cómo ni
porqué, aunque la fea seguía por los alrededores de la Piazza del Campo
intentando pillar algo hablando a grandes voces con todos los tíos (era algo
así como un camionero de Turín, pero con bigote).
La historia no tendría nada de
particular salvo por un detalle. Han pasado casi treinta años y aunque él no
sabe nada de ella ni la ha vuelto a ver, a veces le siguen asaltando como en un
flashback incomprensible las imágenes de aquella muchacha de cabellos rizados y
rostro florentino que ya no atina a ver apenas con nitidez. No fue amor ni
mucho menos; sólo un recuerdo, como aquel Rosebud en las últimas palabras del
Ciudadano Kane. Pero vivimos de recuerdos, aunque sólo sean fantasías que nos
evocan otros tiempos.
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