A este bohemio de la posmodernidad que
presume todavía de serlo, nunca le gustaron los grafitis salvo excepciones: las
que no ensucian las paredes sino que las iluminan con arte callejero del de
verdad, las que utilizan paredes creadas para el efecto, las que, por fin, no
perjudican al sufrido ciudadano cuya puerta o establecimiento queda marcada por
un presunto artista, que no suele ser sino un guarro sin educación.
Estos últimos, a falta de mayor talento,
se suelen quedar en un simple tag (firma), que marca el territorio del
pintamonas y que no añaden nada más, si acaso algún garabato frenético antes de
salir de naja, no le pillen y le calcen la multa que se merece. Nada de
expresión artística existe en demostrar que el Yones, el Hachimura o Dicker
pasaron por allí, lo cual me importa una mierda, no así el perjuicio hecho y el
dinero —público y privado— que cuesta quitar sus “hazañas”, pues además suelen
ser reincidentes y vuelven a pintar sobre lo limpiado.
Por eso, y viendo la obra del miserable
que se describe gráficamente en la imagen, dan ganas de hacerle quitar sus
pintarrajos con la lengua. No sólo estropea la puerta sino que encima se guasea
del pobre dueño de la misma, que ya limpió otras mamarrachadas anteriores. A
veces se echa en falta un Tío de la Vara, que midiera bien las costillas a
estos malnacidos con la estaca de fresno.
Y luego a limpiarla, mamón.
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