Cuando se accede por automóvil a la Ville Lumiére, la
luz se ve sobre todo en los intermitentes de los coches. Monstruosos atascos
jalonan el periplo que tiene su punto culminante en el Periphérique, una
especie de M-30 pero en versión gabacha y, aunque parezca increíble, peor.
Madrid, como decía Quevedo, es un poblacho manchego al lado de esta urbe que la
dobla en extensión, población e incomodidad a la hora de desplazarse.
Por fin, y gracias al GPS, se sale de aqueste
pandemónium y se accede a una rotonda donde se empieza a intuir la ciudad, pero
la visión inicial es que uno se ha equivocado de destino y de continente. Una
cohorte de razas exóticas pueblan calles, bulevares y brasseries, y a primera
vista no se ven franceses. Negritudes de Mali, Togo o la Costa de Marfil;
arabescos de Argelia, Túnez y Marruecos; hindúes…todo menos lo que uno pensaba
que eran los franceses “comme il faut”.
El hotel no está mal. Es sencillito pero cómodo, y dados los precios que se
estilan por allá (de ahí el título de este cronicón), una ganga. Además, está
dentro del área urbana de París y no por fuera de las múltiples entradas
(Puertas de Clignancourt, Las Lilas, Versalles, Montreuil, Orleáns…) que la
separan de los inmensos extrarradios en los que viven millones de personas que
se desplazan hasta más de 30 kilómetros todos los días para la faena. Los
desayunos los sirve una mujer de color (negro) con cara de pocos amigos y que
arrastra los pies con desgana enfundada en un uniforme con mandil. Nada la
perturba, ni siquiera el cortocircuito y el apagón consiguiente en medio hotel que
produjo mi señora en el hotel cuando se le atrancó una tostada en el tostador y
tuvo la ocurrencia de sacarla con un cuchillo. El desayuno está bien
(croissants, baguettes pequeñas, tostadas), pero no hay huevos con jamón; sólo
huevos duros y unos botecitos de paté de las Ardenas que los clientes se llevan
para hacerse bocatas a mitad de la jornada.
Las habitaciones, aceptables. Hasta tienen ventilador
para compensar el calor que hace este año y al que no suelen estar
acostumbrados; los baños están limpios pero son de cuando Napoleón era cabo
primero. Una vez tomada posesión del alojamiento e introducido el coche en un lóbrego
aparcamiento de donde no debía salir hasta la vuelta al hogar (Aparcar es casi una
utopía), nos dispusimos a recorrer la antigua Lutecia.
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Tras la llegada, comienza a la mañana siguiente el
primer día de visitas. Agenciamos un plano del metro y otro de París y nuestros
pasos se encaminan a la estación más cercana, a pocos metros del hotel. Al ver
el plano, observo que la distancia de cada cuadradito (poco más de dos
centímetros) equivale a un kilómetro. No me lo puedo creer, ese plano debe
estar mal porque en un cuadadrillo apenas caben dos calles y sus travesías. Más
tarde se pudo comprobar desgraciadamente que no era así y la escala era
correcta. Las rozaduras y el dolor de pies posterior lo confirman.
El metro de París es bastante más viejo y oscuro que
el de Madrid, salvo alguna línea aislada pero sorprendentemente es más barato
(el billete suelto, los tickets de 10 viajes valen 1 € más) y viene cada dos
minutos, incluso en horas que no son punta. Muchos se cuelan saltando los
torniquetes, pero el personal no dice nada, o eso me pareció. Bajamos en la
estación de Cité para ver Notre Dame.
La catedral es magnífica aunque más pequeña de lo que
aparenta en las fotos. La estructura gótica y el ornamento es más rico que en
las austeras catedrales españolas. Las vidrieras, majestuosas; las gárgolas,
impresionantes. Para subir a la torre hay que pagar y esperarse dos horas de
cola, ante lo cual desistimos pues ya subiremos a otras alturas que nos
permitirán contemplar la ciudad. Multitudes inmensas de turistas de todas las
nacionalidades (incluidos españoles) entre las que destacan las de chinos y/o
japoneses encabezadas por el baranda de turno con el paraguas de colorines a
modo de bastón de mando. Difícil hacer fotos decentes; cuando uno lo intenta
aparece en mitad de la imagen el careto de un polinésico o recibes dos codazos
y tres empujones. Señor, cuánta gente hay en el mundo.
La
Île de la Cité donde se halla Notre Dame es una isla en medio del Sena unida
por puentes al resto de la ciudad; dicen que allí se establecieron los primeros
galos que fundaron Lutecia, la ciudad que dio origen a París. En ella se
encuentra también la Conciergerie o Palais de la Cité, que es una maravilla
arquitectónica. Antiguo palacio de los Capetos, fue luego prisión durante la
época revolucionaria. En la isla está también la Capilla Santa, de estilo
gótico y edificada por San Luis.
Después
encaminamos nuestros pasos al museo del Louvre; los pies se empiezan a
resentir. El museo es inmenso (el doble que el Prado, al menos) y después de
varias vueltas por el exterior o, lo que es lo mismo, más de un kilómetro para
encontrar la entrada, por fin se descubre que se halla justo en la famosa
pirámide edificada por Miterrand y que muchos parisinos detestan (“una cicatriz
en el rostro de París”, como se puede leer en un pasaje de el Código Da Vinci).
Curiosamente está construida con seiscientas sesenta y seis piezas de vidrio,
el número de la Bestia. Muchos turistas pero no hay colas, raro. Y tan raro,
como que era martes y ese día cierran.
Echando
mil pestes por los pies desgastados inútilmente, los viajeros se encaminan al
centro urbano muy próximo. Quédese para mañana.
El
centro de París no se puede describir con palabras hasta que no se ve. Allí
está todo el encanto que se puede leer en las novelas y ver en las películas
que retratan la Ciudad Luz. Bulevares señoriales, calles elegantes, pasajes
evocadores y el lujo de la grandeur en todos los rincones; calles de la Paz y
Rivoli, Bulevar de los Capuchinos, Faubourg Saint Honoré, plazas de la Ópera y de
la Madeleine (con su inmensa iglesia que parece un templo griego); pero si hay
un punto chic y donde el glamour alcanza su punto culminante, ése es la Place
Vendôme.
En
la plaza hay una columna enorme a imitación de la de Trajano en Roma, pero ésta
se halla rematada por una estatua de Napoleón vestido como Julio César. Allí la
memoria histórica no es negativa y el Emperador sigue siendo un gran hombre y
un héroe para los franceses; en toda la ciudad el recuerdo napoleónico es una
constante, desde los monumentos hasta los símbolos en los edificios con una
gran N rodeada de una corona de laurel. Alrededor de la plaza, las mejores tiendas de
moda y complementos del mundo: Dior, Louis Vuitton, Rolex…nombres legendarios
para objetos inalcanzables y normalmente prescindibles. Mi señora aprovechó
para hacerse unos retratos delante de aquellos templos del lujo; qué menos para
una familia de otro Emperador.
Después
a la plaza de la Concordia, la más grande de París y una de las más grandes del
mundo; aquello más que plaza es un continente. En el centro de la misma se
encuentra uno de los obeliscos de Luxor (el otro continúa en el templo
egipcio). En su día se llamó plaza de la Revolución y en ella se cortaban
cabezas afanosamente mientras las tricoteuses hacían calceta; allí cayeron Luis
XVI y María Antonieta, entre otras más de 1100 personas. Lo del nombre de
Concordia parece una ironía o quizás una reparación a aquella masacre, pues
después del Terror pasó a ser de la Concordia.
A
estas alturas de la jornada, ya no se sienten las piernas (como le pasaba a
Rambo) pero desde la plaza sale la Avenida de los Campos Elíseos y al fondo se
ve el arco del Triunfo. Total son dos kilómetros más de nada. La Avenida tiene
un primer tramo de anchura gigantesca; por allí desfilaron los ejércitos
alemanes y después los aliados y ahora se celebran los desfiles militares del
14 de julio. Después la calle se estrecha y empiezan a aparecer tiendas de
lujo, cines y restaurantes. Estamos llegando a la Place de l´Etoile, también
gigantesca, y en cuyo centro se encuentra el arco del Triunfo que conmemora las
victorias del Emperador Bonaparte (Por cierto, existe otro arco del Triunfo (el
del Carrusel), menos conocido y construido también a instancias del Gran Corso
a imitación del Arco de Constantino, en Roma. Se encuentra entre los jardines
de las Tullerías y el Louvre).
Sobre
el Arco, inscripciones con las batallas ganadas en toda Europa. Observo lugares
conocidos: Talavera, Zaragoza (Saragosse), Ocana (sic), Somosierra,
Astorga…pero no Bailén, lo cual zanja la discusión que aquí se mantuvo sobre el
tema. Tras el pago correspondiente, una angosta escalera de caracol sube los 50
metros hasta la cúspide donde se observan unas vistas magníficas de París. Bajo
el arco, la Tumba del Soldado Dessconocido, caído por la Patria durante la
Primera Guerra Mundial. A este respecto, cabe señalar que son frecuentes en las
ciudades y pueblos de Francia las alusiones y conmemoraciones a los muertos en
la Gran Guerra de 1914-1918; no tantas, sin emnargo, para la Segunda pero ese
asunto es bien distinto.
Aun
así, el patriotismo francés es sólido y mucho más evidente que el español. A
las seis y media de la tarde, bajo el
Arco y todos los días se enciende la llama en una sencilla ceremonia que este
viajero tuvo oportunidad de contemplar y que produjo sana envidia en el mismo,
máxime cuando recordamos que al otro lado de los Pirineos la Nación es un
“conceto” discutido y discutible.
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