Y llegó el día que colma los anhelos de todo turista
guiri que se precie cuando visita París, es decir visitar la Torre Eiffel. El
metro arranca de la Puerta de Montreuil y sigue un trayecto que a veces
descubierto y permiten contemplar desde lo alto la ciudad, aunque el tinglado
sobreelevado resulta bastante feo visto desde abajo. Por fin, nos deja en Bir
Hakeim, de exótico nombre y que rememora un lugar del desierto de Libia donde
la primera Brigada de la Francia Libre se enfrentó a los ataques del Afrika
Korps durante largo tiempo, lo suficiente como para dar tiempo al ejército
británico a rehacerse y derrotar después a Rommel en el Alamein.
Según se va llegando al destino, la calle se convierte
en un mercado longitudinal donde se venden recuerdos en forma de torrecillas,
torres y torreones (en función del bolsillo del comprador) de don Gustavo. Por
fin, se contempla de cerca y aunque en nuestra retina es una imagen familiar,
no deja de impresionar. Como impresiona también la cola para poder acceder y
que llena parte de la explanada del campo de Marte, en cuyo extremo se halla
situada. Afortunadamente ha llovido y eso ah debido retraer a varias
excursiones por lo que en poco más de media hora, podemos tomar el ascensor de
subida.
Al entrar en el mismo pueden contemplarse carteles con
un mensaje desazonador: “Cuidado con los carteristas”, escrito en todos los
principales idiomas (se encuentra también el cartelito de marras en todos los
miradores de la Torre), lo que acrecienta aún más la desconfianza de un
servidor que se agarra a su bolso de bandolera como si le fuera en ello la
vida. Una señorita muy amable con el uniforme gris de los empleados de la Torre
nos da la bienvenida en un francés musical y en un inglés correcto —que nunca
sonará musical ni agradable— para después darle a unas palancas que arrancan el
artefacto. No me gustan los ascensores y además tengo vértigo, por lo que hago
de tripas corazón y me encomiendo a medio Santoral durante los dos o tres
minutos que dura la subida.
La verdad es que la vista es impresionante y estos
franceses hicieron bien en no desmontar la Torre cuando acabó la Exposición
Universal de 1889. Además, anda que nos le ha dado pasta y propaganda. Después
de media hora o así haciendo fotos y contemplando las tiendas que hay en su
interior (carísimas) emprendimos el descenso para recalar enfrente, al otro
lado del Sena, en los jardines y plaza del Trocadero donde se puede fotografiar
uno con la Torre detrás sin problemas de encuadre.
Vuelta a cruzar y pasar por la Torre para dirigirnos al
campo de Marte. Es un jardín gigantesco situado entre la Torre y la Academia
Militar, escenario de una célebre matanza de radicales durante la Revolución y
donde Madame Guillotine también tuvo una sede. A estas alturas empieza a
notarse el cansancio, pero hay que llegar a los Inválidos.
El antiguo Hôpital de les Invalides fue creado por
Luis XIV como residencia de soldados heridos y lisiados. Actualmente se encuentran allí el Museo del
Ejército y es la sede de la tumba del Emperador. Es una visita imprescindible
para cualquier amante de la Historia y no hay palabras para describirlo, máxime
si se compara con su homólogo español actual situado en Toledo, que desmerece
en opinión de muchos el antiguo que había en Madrid y que era magnífico. El
complejo incluye también la Basílica de San Luis de los Invalidos y otros
edificios.
El Museo está dividido en varios pabellones ordenados
por orden cronológico siendo los más interesantes el dedicado a las guerras
mundiales y el que incluye la época napoleónica. Como curiosidad, en este
último, además del uniforme y el famoso gorro de Bonaparte se puede contemplar
hasta el caballo del Emperador…convenientemente disecado.
Los restos de Napoleón están en una cripta aparte,
organizada toda alrededor de la gigantesca urna que alberga sus restos. No pude
sacar fotos del mausoleo pues no salen ni con un flash corriente, dado el
tamaño del lugar. En capillas circulares están enterrados otros miembros de la
familia Bonaparte (entre ellos, José I que dicen que reinó en España) y varios
mariscales de Francia. Todo el lugar habla de admiración y honor hacia el
personaje, porque allí la Historia se rememora de otro modo y para los franceses
es un símbolo de su grandeza, aunque los que somos de otros países, antaño
enemigos, no opinemos lo mismo. El patriotismo vincula al individuo con su
Nación de modo absoluto y sin complejos, y eso lo tienen totalmente asimilado
nuestros vecinos del Norte. Aquí, en cambio, es cosa de fachas y solo se admite
en esa forma, muy políticamente correcta ella, que se denomina “patriotismo
constitucional” como si un texto escrito fuera la génesis de la Patria o de
nuestros ancestros. Penoso.
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Montmatre está al norte de la ciudad, en una colina. Lugar
eterno de la bohemia, la Basílica del Sacre Coeur es su centro de referencia y
lugar de visita principal, aparte de las múltiples calles y callejuelas en la
que pintores, músicos y otros artistas muestran sus obras. Pero no todo iba a
ser parabienes y alabanzas, que por el barrio pululan también trileros,
carteristas y otras especies nada recomendables. Posiblemente uno de los sitios
de París donde los amigos de los ajeno hacen su agosto a costa de los inocentes
guiris que vienen a ver impresionismo y pueden salir impresionados. Aun así, no
deja de ser un sitio evocador y con encanto.
Después de un rato por allí y visitar la Basílica, tocaba día de compras,
fashion y glamour, si el bolsillo lo permitía (luego veremos que no), de tal
modo que encaminamos nuestros pasos hacia el sur no sin antes hacer un sesgo
para fotografiar el Moulin Rouge, en Pigalle. Numerosos guiris contemplan la
fachada del cabaret legendario que construyera el español Josep Oller, allá por
los finales del XIX y en cuya sala aquel gigante de enana estatura llamado
Toulose-Lautrec inmortalizara a la famosa bailarina La Gouloue, reina del
cancán. Alrededor del local numerosas sex-shop, aunque todas bastante discretas
en su escaparate lo cual agradeció este servidor pues iba acompañado de sus
infantes y no es cuestión de explicar, sobre todo al pequeño, porque en esas
tiendas vendían esa ropa y adminículos tan extraños y exóticos.
Ya en el centro de París, el almuerzo se ventila en un
burger para evitar trastornos económicos, asaz frecuentes en esta Ville para
aquellos que la visitan teniendo en cuanta además que la próxima parada
—establecida por mi señora— era en el Bulevar Haussman, donde se asientan las
Galerías Lafayette, según dicen el mayor centro comercial de Occidente y uno de los más exclusivos.
Nada más entrar, se contempla una enorme cola de
polinésicos de ojos rasgados cuyo origen ubica un servidor en Catay o en
Cipango, si bien me es difícil distinguirlos. Presumo que son japoneses porque
tiene la cara más ancha y llevan enormes máquinas de fotos a modo de
escapulario. Todos esperan, no a pagar, que es lo que parece en principio, sino
a que les devuelvan el IVA. No son cucos ni ná.
Pero al entrar en el gran recinto central y contemplar
la cúpula, digna de un palacio se entiende porqué éste es uno de los centros
del glamour y las “robes modes”. Sin embargo, los palos del sombrajo comienzan
a caer cuando se contemplan las etiquetas de los precios; prendas de vestir que
en las tiendas españolas de más calidad (excluidas las de diseñadores famosos
y/o de alta costura) costarían como mucho unos 100 euros aquí valen casi 300.
Afortunadamente y después de patear como unos desaforados buscando algo
asequible conseguimos comprar una camiseta a mi hijo por 10 euros. Debía ser la
única de ese precio.
Así pues, destrozados física y anímicamente, tomamos
el Metro para encaminarnos a nuestro hotel y esperar la siguiente visita al
Louvre. Allí también hay japoneses pero sólo se paga una vez al entrar.
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