Los días pasan y va finalizando el viaje. El viernes de esa semana vamos al Louvre, después del intento fallido del martes. Es imposible verlo entero dado su enorme tamaño por lo que decidimos escoger. El edificio se reparte en cuatro alas, cada una de ellas independiente, siendo la más famosa el ala Denon, donde se encuentra la colección principal de pinturas. A ella nos encaminaremos y después al ala Sully donde se halla las colecciones del antiguo Egipto y la Grecia clásica.
El ala Denon está petada de turistas. Obras del Giotto, Fra Angelico, Rafael y
muchos más. La gente se agolpa en un lateral del pasillo central y deduzco que
allí debe estar la Gioconda pero no, es la Virgen de las Rocas y otras obras de
Leonardo. La masa sigue avanzando y nos conduce. Entremedias veo obras de
Davis, Delacroix y otros maestros de la pintura francesas que, cómo no, exaltan
a Bonaparte en medio de sus batallas. Por fin y tras girar a la derecha, se
observa una sala de tamaño mediano donde un amasijo de cabezas, codos y pies
pugnan en una batalla humana incomprensible.
Allí, tras un cristal blindado, está la Mona Lisa. Imposible
acercarse dada la mala educación de muchos orientales y algunos occidentales que plantan sus peanas frente al cuadro y no dejan acercarse al resto. Comienza la pugna:
codazos, puntapiés, empujones entre la masa. Logramos acercarnos pero una muralla de japoneses no se
mueven. Más
cabreado que una mona no lisa, decido proceder al modo español y grito con
fuerza al fulano que copa la vista:
— ¡Apártese, Coño!—
Mano de santo. El chino se asusta y se va; por fin, podemos ver el pequeño
retrato que tanto ha dado que hablar. Comienza otra lid: mantener la vertical y
no caerse frente a los empujones de los que hay detrás. Hacemos unas fotos que
salen fatal sin flash, el cristal en medio y movidas gracias a los ímpetus que
vienen de retaguardia. No me extraña que la gente compre postales; son más
bonitas y es más fácil.
Acordándome del Sol Naciente, nos vamos al ala Sully. Es
más tranquila y podemos ver la colección de obras egipcias. Parece que estemos
en el Cairo; Tumbas, sarcófagos, una momia entera, objetos cotidianos. Todo
Egipto parece estar aquí, dada la magnitud de la colección. Vemos también el
famoso escriba sentado que es muy chiquitito y tiene una cierta cara de
cachondeo. En la zona de Grecia vemos la Victoria de Samotracia y la Venus de
Milo. Vuelta a la bronca con los polinésicos para poder hacer fotos.
A la hora de comer, nos vamos. Nos sentamos en una
brasserie y pedimos unos sandwichs y unas hamburguesas. Nos cobran 70 euros y
me acuerdo de la madre que parió a Peneque y al dueño del establecimiento. Al
poco rato, la tripa vuelve a estar vacía y el bolsillo también, así que nos
vamos a ver iglesias, que no suelen cobrar. Primero Saint Germain des Prés, la
abadía benedictina más antigua de Francia. Acabo de leer, por cierto, que allí
está enterrado Descartes pero no vi su tumba. Después Saint Sulpice, a la que
acudo en busca de una curiosidad. Según la controvertida novela El Código Da
Vinci, en la iglesia se halla la “línea rosa” una de las pistas (falsa, por
cierto) del Código. Esa raya sería el meridiano cero de París, anterior al de
Greenwich.
No es así. En la iglesia (grandísima) hay una línea marcada
en el suelo que no es ningún meridiano sino un gnomon astronómico para predecir
solsticios y equinoccios. El mecanismo consiste en una vidriera uno de cuyos
cristales es opaco y proyecta la sombra correspondiente. En el solsticio de
verano lo marca sobre una placa de mármol en el suelo. De esa placa nace una
línea metálica (no rosa, desde luego) donde la sombra se va desplazando con los
días hasta llegar a una placa de cobre, situada cerca del altar. Allí se
señalan los equinoccios. La línea sigue y termina en un obelisco al otro lado
de la vidriera y en cuya cima hay una bola dorada; cuando la sombra se proyecta
sobre la bola, es el solsticio de verano.
Total, otro engaño de la literatura que se suma al
sufrido en el bolsillo durante la comida. Acabamos la jornada y se va acabando
nuestro relato.
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El sábado comenzamos a preparar los bártulos para
disponer el regreso. Una primera escala el domingo en Burdeos para hacer noche
y al día siguiente, a Madrid. Sin embargo, quedaba un colofón. Mi señora y mi
hijo mayor son amantes de las antiquités; ella de la decoración, él de cosas
históricas y uniformes militares. Comoquiera que en París existe un famoso
mercado que dicen de las Pulgas, para allá fuimos ese día a complacer su
afición.
El mercado no es lo que esperan mis familiares y
prácticamente nada compramos. Junto a objetos carísimos, otros bastante roñosos
y nada que nos interese. Después de comer medianamente aceptable en un
chiringuito nos encaminamos de vuelta para seguir los preparativos del viaje de
retorno.
En la entrada del metro nos abordan tres tíos de raza
no identificada y nos ofrecen billetes para comprárselos a ellos, cosa que me
resulta chocante y que no he visto en España. Ante mi negativa, el fulano que
lleva la voz cantante se me planta delante de la máquina impidiéndome acceder a
la misma. Preveo bronca. El tío es un armario, pero no me amilano y empiezo a
discutir con él. Creo que los empleados del metro han visto la situación desde
la taquilla pero no hacen ademán alguno de intervenir. Cojonudo.
Viendo las caras de terror de mi señora y mi hijo
pequeño, opto por marcharme para no terminar las vacaciones de mala manera.
Salimos y caminamos unos cuatrocientos metros hasta la siguiente estación y
volvemos al hotel sanos y salvos.
Pero dejemos los malos rollos y dejemos aquí la crónica.
Aun con todo lo negativo, París merece una visita. Yo ya la he hecho y como la
he visto, así la he contado.