A un lado, España; al otro, Portugal. Dos tierras que nunca debieron separarse, pero así es el destino. Al río le toca hacer el ingrato papel de guarda fronterizo pero para compensar los avatares de la Historia nos regala aquí la vista con uno de los más bellos parajes de la Península: los Arribes del Duero.
La palabra viene de ribas o riberas pero el habla de gallegos y leoneses que repoblaron esta zona tras la Reconquista la transformó en “arribes”. Incluso en el género hay discrepancias, pues en la parte zamorana se dice “los arribes” mientras que en la salmantina prefieren “las arribes” y en la portuguesa, “las arribas”. Incluso el aspecto de la vegetación difiere como si quisiera marcar las diferencias y la triste separación de los pueblos ibéricos. El lado portugués recibe más horas de sol y en él pueden verse parajes con limoneros, prados y cultivos en terrazas, mientras que el español es más agreste y con abundante arbolado jalonado de rocas en cuyas cimas anidan los buitres leonados, las águilas reales y los alimoches.
Poco tienen estas riberas en común con las habituales planicies que se encuentran a la vera de los ríos. Los arribes son enormes paredes de roca prácticamente inaccesibles entre las que serpentea un Duero con sesenta metros de profundidad —que se convierten en más de ciento treinta al llegar a la presa de Aldeadávila—, creando una muralla infranqueable entre ambas orillas por la que sólo se aventuraban a transitar los cabreros, que llegaban incluso a colgarse con sogas para rescatar aquellas pécoras que quedaban atrapadas en los riscos. En este paisaje inhóspito las únicas edificaciones eran los chozos donde residían durante semanas o meses mientras cuidaban su ganado, no viendo durante este tiempo a otros seres humanos ni por asomo; la necesidad, que es mala acompañante, obligaba a este tipo de vida.
Cuenta la historia que un tal Felipe en el arrebato de la desesperación intentó derribar una de esas moles pétreas para así hacer un puente y poderse encontrar con su amada Casilda, que era portuguesa. No lo logró, obviamente, pero a base de cincel dejó la roca perforada en varios puntos y así puede verse hoy el paraje denominado Picón de Felipe como muestra de aquella pasión que chocaba con la Naturaleza y la Política.
Cerca del Duero, otros ríos que generosamente esparcen sus aguas regalan la vista con saltos y cascadas a veces espectaculares, como el Pozo de los Humos en el cauce del río Uces, llamado así por la nube de vapor que se forma tras cincuenta metros de caída vertical.
El río sigue, atraviesa la presa de Saucelle y en su confluencia con el Águeda (que también hace de frontera unos kilómetros) se adentra en Portugal. En Barca d´Alva hay un puerto fluvial donde llegan los barcos que lo surcan desde Oporto y donde descienden los afortunados pasajeros —dicen que cuesta mil euros tres días de viaje— para darse una vuelta por Salamanca y sus alrededores. Aquí termina el papel de un río que separa dos pueblos hermanos que no se entendieron antaño, aunque siempre queda la esperanza de que algún día el Duero ya no sea un vigilante.
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