Es innegable que España a lo largo de su
historia ha producido grandes inventos que son aportaciones encomiables a la
ciencia y a la tecnología mundial. Tres son, en la opinión de un servidor los
principales hallazgos patrios: Las rosquillas del Santo, variables en función
de cada pueblo o ciudad (verbigratia, en Madrid las rosquillas son de San
Isidro, noble varón de la Iglesia); el botijo, al que habría que dedicarle un
extenso tratado que excede de las humildes pretensiones de este artículo; y la
siesta, a la que nos dedicaremos hoy.
El reposo postprandial (que
dirían los cursis) tiene su origen en la regla de San Benito, que destinaba al
descanso y silencio el período posterior al mediodía, la “hora sexta” romana. Posteriormente, ese tiempo se
trasladó a después de la comida, ya que la panza llena conlleva un aporte mayor
de sangre a la zona gástrica y mesentérica, disminuyendo de este modo el riego
sanguíneo del cerebro, lo que se traduce en la típica soñaera que nos acontece
después de la pitanza.
Durante siglos, los bárbaros
extranjeros (sobre todo, los anglosajones) veían con malos ojos esta hispánica
costumbre y la achacaban a la desidia o a la pereza. Sin embargo, parece ser
que un congreso médico anglosajón estudió el asunto y llegó a la conclusión de
que la siesta ofrecía innumerables beneficios para el organismo, tanto a nivel
cerebral como cardíaco y empezó a recomendarse que todo aquel que pudiera se
echase un “cliso” (expresión típica de Murcia) de media a una hora después de
las comidas.
Por ello, tal hora debe
considerarse cuasi sagrada por la bondad que supone para la economía del
organismo hacer un alto en mitad de la jornada. Mas, ¡ay! existen ciertos
factores hoy en día que imposibilitan cada vez más el disfrute de ese momento
casi místico y que ponen en peligro tan salutífera costumbre.
Así, es frecuente recibir a
esas horas una llamada de teléfono en la que un amable señor o una simpática
señorita nos interrumpen en nuestro éxtasis para interesarse en nuestra
conexión a Internet, justo cuando estamos totalmente desconectados.
— Holaaaaa,
¿puedo hablar con Don Anacleto Mochales?
— Puede
hablar pero no mucho, porque soy yo y no tengo ganas en este momento
— Ya verá
como sí, Don Anacleto, Tengo para usted una oferta inmejorable para sus
llamadas de teléfono y su conexión a Internet.
— Mire
usted, la mejor oferta que me puede hacer ahora mismo es no llamar. ¡Pum! y cortamos la comunicaçao.
Pero el mal ya está hecho.
Después de acordarse de todos los antepasados y también de la progenie del
interlocutor volvemos a echarnos, pero ya se ha chafado el asunto. Han
destruido el mejor momento del día.
Un servidor ha solucionado
esto desviando el teléfono fijo al móvil y luego apagando este último. Así, al
encenderlos de nuevo, sabe si ha recibido alguna llamada importante. Pero surge
otro problema añadido: el portero automático que trae nuevas agresiones a la
siesta en forma de carteros comerciales, señores que llaman preguntado por
Mariví (yo no me llamo Mariví) o por Espiridión Tipanluisa (que tampoco) y
representantes de empresas del gas o eléctricas. Más de una vez ha pensado este
que escribe arrancar los cables del dicho artefacto que de portero automático
tiene muy poco, porque ni guarda la puerta ni tampoco es automático, ya que
entonces debería anular el timbre y preguntar quién es para saber si nos pasa
recado o, por el contrario, decide dejarnos reposar
No, señores, no. Hora sexta,
hora sacra. Que la vida ya es lo suficientemente chunga para que encima nos
estropeen esos gloriosos momentos en que el gran Morfeo tiene a bien tenernos
en sus brazos.
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