viernes, 23 de mayo de 2014

La estación fantasma



Uno de los recuerdos que impregnan más vivamente la memoria de este cronista de lo político y de lo cotidiano son los paseos que me daba por Madrid con mi abuelo (q.e.p.d). Él fue quien me enseñó a querer la Villa y Corte a base de recorrerla por las principales calles, plazas y rincones que conforman esta capital de la Gloria y a sentir el ambiente cosmopolita a la par que entrañable que en ellas se respira.

Muchos de estos itinerarios pedestres requerían el lógico complemento del transporte público, sobre todo en el Metro, mucho más del gusto de los madrileños y más rápido que el autobús. Fue precisamente en una de estas excursiones cuando mi abuelo me hizo notar que íbamos pasar por una estación abandonada en la que el tren no se detenía. La visión era fantasmagórica aunque duraba unos breves segundos: andenes solitarios, paredes negruzcas y un tétrico aspecto que recordaba el de una película de terror o de ciencia ficción apocalíptica o como si el tiempo se hubiera congelado en una suerte de tragedia.

Era la estación de Chamberí, abierta en 1919 cuando Alfonso XIII inauguró el ferrocarril Metropolitano de Madrid, y cerrada en 1966 cuando se ampliaron los trenes desde los cuatro vagones originales a los seis actuales, lo que llevaba aparejado a su vez la ampliación de los andenes. La que nos ocupa presentaba dificultades técnicas por hallarse en curva y además se encontraba muy próxima a las de Bilbao e Iglesia —inmediatas anterior y posterior— por lo que se decidió su clausura. A partir de entonces, todos los que pegaban la nariz al cristal cuando el tren pasaba por allí podían contemplar el tenebroso espectáculo, salpicado a su vez de leyendas sobre antiguos enterramientos de monjes en el solar que ocupa y que hablan de apariciones y susurros misteriosos en la antigua estación.

El año 2008 ha sido rehabilitada como Museo y puede bajarse a visitarla, como éste que escribe lo ha hecho en días pasados. Es una auténtica maravilla contemplar los antiguos anuncios publicitarios en mosaico pintado, los vetustos carteles indicadores, las taquillas y los pasillos de azulejo blanco. Prácticamente todo es original, pues al cerrarse tan apresuradamente se ha conservado casi íntegra. Mientras el observador se deleita el tren sigue pasando como siempre, con su ruido ensordecedor, para demostrarnos una vez más que la vida sigue pero los recuerdos quedan.

Queden aquí unas instantáneas de este viaje a la memoria.









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