Jueves, 12 de Ventoso. Día del olmo (jour de l´orme).
Todavía recuerdo aquellas mañanas de domingo cuando mi padre (q.e.p.d) me llevaba al enorme edificio de la calle Méndez Núñez y que constituye el último resto en pie de lo que antaño fuera el Palacio del Buen Retiro. Allí se alojaba el Museo del Ejército, uno de los mejores que este humilde servidor ha podido contemplar y, sin duda, uno de los más amenos para los amantes de la Historia y también para los muchachos de entonces a los que no se nos llenaba la cabeza con historias acerca del peligro de contemplar armas y uniformes o de jugar con juguetes bélicos. El tiempo ha venido a demostrar a este respecto más bien lo contrario; la mayoría de los miembros de estas generaciones somos más bien pacíficos, entre otras cosas porque también éramos educados en el respeto hacia los demás, virtud ésta que no parece acrisolar los currículos de algunos miembros de la actual juventud.
El visitante que allí entraba podía contemplar atónito una inmensa panoplia de armamentos, uniformes, mapas, maquetas y un sinfín de objetos de lo más variado que iban desde los puros que se fumó (o, mejor dicho, los que se dejó sin fumar) el general Diego de León la noche anterior a su fusilamiento hasta los coches en los que asesinaron al general Prim y a Eduardo Dato, pasando por la espada del Cid o una camisa de tortura con pinchos que se encontró en una cheka de Gerona y que miedo daba de verla. Sin embargo, lo que a un servidor más le gustaba era la colección de soldaditos de plomo, una de las mejores. Cuántas veces el niño que era entonces volvía a casa pletórico de ideas y se ponía a dibujar multitud de soldaditos y armas inspirándose en lo que había visto en ese viejo caserón de sus amores. De ello da fe una pequeña colección de dibujos que todavía conserva mi hijo mayor, muy aficionado asimismo a la historia militar.
Ya por aquellos tiempos se comentaba que el museo iba a ser trasladado a Toledo, lo cual me producía una gran desazón pues me vería privado de uno de mis pasatiempos favoritos por mor de la distancia kilométrica; no mucha, pero suficiente como para dar al traste con las excursiones mañaneras de domingo a ese maravilloso rincón.
Finalmente, el traslado se consumó hace pocos años y en breve se espera la inauguración en la Ciudad Imperial. Fue desolador para el que esto escribe visitar el museo hace unos tres años en compañía de su hijo y comprobar cómo no quedaba apenas nada y estaba casi todo patas arriba. Incluso buscamos infructuosamente el retrato de mi tío abuelo, héroe de la guerra de Filipinas que allí murió en combate, y que ocupaba un pequeño rincón en una de las salas. Ni rastro del cuadro salvo que estuviera cambiado de lugar, aunque bien buscamos y rebuscamos.
Noticias alarmantes llegan, sin embargo, sobre el nuevo museo. Parece ser que sólo se va a exponer una quinta parte de los inmensos fondos que contenía el antiguo, lo que es poco más menos que nada. El resto se almacenará o se expondrá en diversos ayuntamientos, universidades, etc. lo que supondría la diseminación y por el tanto el fin de tan magnífica exponente de nuestra Historia. Se puede aventurar de buen seguro que ni la camisa de tortura ni el cuadro de Paracuellos serán contemplados para no herir sensibilidades.
De ser cierta, esta disminución de fondos expuestos no encontrará muy probablemente el rechazo de muchos intelectuales y artistas, pero sí el de todos aquellos que sienten el patrimonio cultural e histórico como algo nuestro. De momento, ganas dan de buscar el retrato del tío abuelo y solicitarlo si es posible en caso de que no se vaya a exponer. Por lo menos ése no se perdería en el anonimato de un almacén.
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