En aquellos tiempos de finales de los setenta, las mañanas parecían tener más luz y el aire de las calles invitaba a ser respirado con toda la fuerza de la juventud que dan de los dieciocho años cuando las tentaciones no pueden resistirse: ¿Por qué aguantar toda una mañana en una fría aula de la Universidad cuando afuera reina un mundo maravilloso? Era el momento en que este que os escribe se rascaba pensativo la melena, entonces tan abundante y hoy desaparecida, y desoyendo la voz de la lógica, tan débil a esa edad, se lanzaba frenético a la parada del autobús en busca del Paraíso que entonces residía en las calles del Madrid eterno.
Cualquier excusa valía: ir a ver unos discos de vinilo, una película mañanera con los amigos o lo que fuera, con tal de escapar de la prisión académica y zambullirse en el mundo de la libertad urbana, conjugándose de este modo el gusto por lo nuevo y el placer de infringir las normas. Bendita anarquía la de aquellos tiempos.
Uno de esos días luminosos que nos concede el invierno cuando tiene a bien hacerlo, vagaba sin rumbo fijo cerca del viejo café Comercial. Ya cansado de no encontrar aventuras, el estudiante de nuestra historia decidió sumergirse en las profundidades del Metro para emprender el retorno al hogar, aun cuando le parecía que el juego iba a terminar demasiado pronto. Por eso decidió quedarse un rato más a contemplar a los viandantes y, sobre todo, a los del sexo opuesto.
Antes los ojos de aquel observador comenzaron a desfilar lo que a él le pareció un maravilloso ejército de muchachas cargadas de libros y apuntes, o con la carpeta sobre el pecho con los brazos cruzados por encima como sólo las chicas saben hacerlo. Él era muy tímido entonces y nada decía aunque a más de una le hubiera tirado un requiebro; la belleza se desplegaba con todo su esplendor en la soleada y fría mañana alegrando la vista y el corazón de un joven que empezaba a vivir la vida y quería apurarla antes de tiempo.
Fue entonces cuando una se paró un momento ante el estudiante. Hoy no puede recordar su cara, pero aquel día le pareció salida de un idílico reino de cualquier historia mágica que pudiera imaginarse. Después de mirarle y antes de marcharse, de sus labios sonrientes sólo salieron cinco palabras, que sonaron como una sinfonía celestial:
— ¡Qué ojos tienes! ¡Qué ojazos!
Nunca es posible esperar lo inesperado. El aventurero de la mañana se quedó como un tonto sin poder articular palabra y apenas pudo esbozar rápidamente una sonrisa antes de que ella desapareciera en el bullicio de la multitud como una estrella fugaz que hubiera desafiado a la noche. Una historia de amor o un idilio quizás perdidos, pero que quedan como retazos de alegría en la memoria.
Han pasado más de treinta años pero el protagonista del relato aún conserva los mismos ojos azules que fueran objeto de tan preciada lisonja. Ya andan gastados por el tiempo, pero siguen contemplando el mundo con la esperanza de que en algún sitio no muy lejano sigue aguardando el país de las hadas. Sólo nos queda descubrirlo y darnos cuenta de que nada es imposible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario