La mañana del sábado caía un frío húmedo y cortante sobre Madrid; más todavía en el cementerio de la Almudena, como si el soplo de la muerte alimentase el gélido día y lo convirtiera en ventisca de dolor y soledad. Ello no me impidió acercarme con mi esposa a visitar las tumbas de mis padres y abuelos, que hacía ya tiempo que no iba y los muertos no deben quedarse solos, como decía Bécquer. De hecho, andan en la Mejor Compañía, pero nunca está de más llevar unas flores y una oración a aquellos que viven y siempre vivirán en nuestro recuerdo.
En esto andábamos mi señora y yo (más ella que yo en lo de los arreglos florales, pues siempre he sido muy manazas) cuando pasó un señor que iba a visitar la tumba de su hermano. Entablamos conversación y, tras una breve charla, nos habló de un lugar situado al lado de la puerta de O´Donell, a escasos cien metros de la tumba de mis padres y que yo desconocía tan cercano. Allí habían fusilado en 1939 a unas muchachas republicanas a las que se conoce como las Trece Rosas —existe una película sobre el tema, que no he visto— y el hombre dijo que se iba a ver el sitio. Nos despedimos, encaminándose él hacia allá junto con su hijo que le acompañaba.
Por un instante, me dije que no iría. Sin embargo, logré vencer el sectarismo momentáneo; los muertos no son ni de derechas ni de izquierdas y merecen respeto. No recordaba tampoco que aquellas mujeres estuvieran implicadas en delitos de sangre, que yo sepa, de modo que me acerqué.
El lugar es impactante. Entre las paredes de columbarios queda un espacio de tapia que es un auténtico paredón de fusilamiento; la perspectiva desde la que se contempla es la misma que debieron tener aquellos que en su día apretaron los gatillos, sembrando ese plomo de muerte que siega las vidas al amanecer. Pensé en todos los que habían muerto en aquella guerra de esta horrible forma y sentí una mezcla de compasión y pena ¿Por qué el trágico destino de España hace que tengamos que enfrentarnos permanentemente unos a otros de una u otra forma? Me santigüé y me marché de aquel lugar con cierta amargura, esa amargura de ser español de la que habla Pérez Reverte y que tan bien se refleja en los magistrales libros del capitán Alatriste.
Al día siguiente, otra jornada también lluviosa y fría, cuando todavía andaba reflexionando sobre las vivencias de ayer, los monjes de el Valle de Los Caídos celebran la misa del domingo en la explanada exterior; la basílica permanece cerrada desde hace meses con excusas vacías y nada convincentes. Allí están enterrados un dictador y el fundador de la Falange, sí, pero también numerosos muertos de ambos bandos. Y todos, desde los primeros hasta los segundos ya no son tampoco ni de derechas ni de izquierdas.
Decía precisamente José Antonio que ser español “es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el mundo”. No sé si es cierto, pero desde luego es de las más tristes que existen.